Trova y algo más...

miércoles, 30 de septiembre de 2009

¿Por qué los hombres aman a las cabronas…

Según vi no hace muchas semanas en algunas esquinas de la cotidianidad, en nuestra ciudad en busca del viejo y antiguo nombre, se puso en escena la obra ¿Por qué los hombres aman a las cabronas?, una adaptación de Mauricio Pichardo al libro homónimo escrito por Sherry Argov, que en realidad debería, según los más castizos angloparlantes, titularse en español: ¿Por qué los hombres aman a las putas? (Why Men Love Bitches?).
He leído el libro y, por principio de razón y sensibilidad, en muchas de sus partes no concuerdo con lo que dice ni de las mujeres ni de los hombres. En resumen, el libro es una guía para las mujeres que son “demasiado buenas” en sus relaciones amorosas, o lo que ellas entiendan por eso. Se dice que la palabra cabrona del título no debe tomarse muy en serio pues simplemente representa en forma irónica el tono humorístico del libro. Sin embargo, satírico o no, el título y el contenido presuponen lo que muchas mujeres piensan pero no dicen.
Con todo, los defensores del libro señalan que toda mujer ha sentido vergüenza por parecer demasiado necesitada ante un hombre; toda mujer ha tenido un hombre tras ella que en el momento que la consiguió perdió el interés. Así, toda mujer sabe lo que se siente que no la tomen en cuenta (aunque ciertamente esto no es privativo de un género). Subrayan que estos problemas son comunes para la mayoría de las mujeres, casadas y solteras, divorciadas, viudas y/o abandonadas por igual.
La cabrona de la que hablan no es la bruja sobre ruedas, dicen, ni un personaje malvado. Tampoco es la típica “cabrona de la oficina” odiada por todos en el trabajo. Según se infiere, la mujer que se describe es buena pero fuerte, tiene una fortaleza muy sutil, no deja a un lado su propia vida y no persigue jamás a un hombre; no permite que un hombre piense que tiene un dominio total sobre ella. Y se da su lugar cuando él se pasa de la raya. O sea, es una cabrona media cabrona. O algo así.
El asunto es que se supone que sobre eso trata la comedia que se presentó en Hermosillo del Pitic, una obra con detalles picantes que revela por qué es mucho más deseable una mujer fuerte que una tímida y miedosa que siempre dice sí a todo. Mmmm. “Un bombazo de emociones y verdades, confrontadas con la vida vacía y fugaz experimentada por las mujeres actuales, quienes, desde su jaula de éxito y logros profesionales, están más necesitadas de reconocimiento sentimental que nunca”, decía en alguna parte la publicidad.
Y, bueno, también está la opinión de los que no defendemos la obra escrita o puesta en escena, que según se entiende es la equivalente.
Quienes difieren de las opiniones anteriores se preguntan de la misma manera “¿Por qué los hombres aman a las cabronas...?” y la respuesta es rápida y contundente: Por el mismo motivo que esos hombres aman a las imbéciles, siempre que unas y otras tengan un buen par de pechos y un criterio del tamaño de una nuez deshidratada (Acá tampoco es cuestión de género, pues la respuesta puede invertirse con los mismos resultados; es decir, el orden de los factores no altera el producto).
Más que preguntarse por qué los hombres aman a las cabronas, cosa que por demás de irrelevante es susceptible de ridiculizar, como hemos visto, cabría preguntarnos por qué existen personas a quienes se les permite escribir panfletos epidérmicos sobre relaciones emocionales cuya escritura es alentada y promocionada en todas partes, y no sólo eso, sino por qué ese tipo de personas, que supuestamente están un paso evolutivo arriba del resto de las mujeres “sumisas”, engañadas, dejadas, abandonadas y desencantadas, sigue buscando el éxito en una condición a la cual no se aplica la palabra éxito: sino el simple amor, el jodido amor... el cabrón amor...
El amor no es un logro, no es una meta, no es una recompensa, no es mejor ni peor que nada, no es un trofeo, no es un manual, no es una medalla, no es resultado de una ecuación, no tiene fórmula química, no es una medicina, no tiene fecha de caducidad, no tiene modelo, no hay catálogos de moda para el amor, no hay canciones para conseguirlo, no se puede sobornar, no tiene fecha ni edad: Es un juego de azar si te llega, una proeza conservarlo y un milagro si no se te va... y nadie, nadie puede hacer nada al respecto.
Pero no. Según se desprende de la contraportada y los comentarios, para la autora del libro de marras, hay que ser exitosos en el amor para ser alguien. El éxito del amor, diría una de esa rumberas de poca monta, es amar y ser amados, robándole el marido a una pendeja, convirtiéndote así en una cabrona.
Sólo así se puede decir con todas las letras: “¡Uhhh: Qué cabrona soy. Ahora él me ama a mí. He obtenido el éxito como mujer, como ser que siente, que quiere cariño y dulzura. Ahora sí valgo la pena. Uff. Estuve cerca de valer lo mismo que una cáscara de plátano, pero ahora valgo porque soy una cabrona, valgo porque tuve los huevos suficientes de traicionar a alguien más y de enseñar más tetas que la otra. Ahora sí que valgo. Con mi hombrecito de la mano. Sí valgo la pena. Estoy salvada. He logrado el éxito. Uff. Y pensar que pude haber sido de las otras pobres mujeres que están solas. Pobrecitas, si son tan feitas que quién se va a fijar en ellas. Además, no sacan los colmillos para defender lo suyo. Ah, pobrecitas. como caracolillos de jardín. Se visten horrible además. Fuchi. ¡Arriba las cabronas!”
Y en el otro lado del escenario de la vida está (no porque ahí hubiera querido estar, sino porque ahí hay que ponerla para juzgarla) la tan manida y publicitada teoría de Argov de que los hombres aman a las mujeres cabronas. Aunque lo que sobresale en esta afirmación interrogativa es la generalidad. Porque, según dice la autora, habló con mil varones para después concluir en las líneas de su libro, pero mil hombres no hacen el género masculino. No se acerca a una verdadera descripción sociológica y psicológica. Ni siquiera como muestra representativa en bloques al azar.
Los argumentos de Argov menosprecian la inteligencia de los hombres, porque también hay hombres inteligentes, en serio. Lo que hace la autora es una “relación de hechos” de lo que presupone que es un hombre, aventurándose a describir las reacciones masculinas de manera determinante y salvaje, sin observar que un hombre inteligente sabe dar respeto a una mujer que se lo merezca, de la misma manera que una mujer inteligente lo hace con un hombre.
Es una tontería de la revista Quién (y de quienes la promueven) eso de que a los hombres nos gustan los retos, como si las mujeres fueran trofeos de caza. Tal vez a algún extraviado por ahí que cree que la vida es un safari pueda caerle bien esta aseveración, pero para los hombres con mediana cultura, los seres humanos son sujetos de relación, más que objetos sobre los cuales ejercer un poder ficticio. Y es que según Argov “Los hombres no responden a las palabras. Responden a la falta de contacto”: El menosprecio al diálogo, a la claridad de la comunicación, la insinuación de que sólo se responde al acercamiento carnal, es de una simplicidad apabullante.
Esa visión generalizada de los hombres como falos motorizados que andan al garete por el mundo buscando desesperadamente su buen recaudo es un asunto que de a poco ha ido quedando atrás por muchas razones: Las cabronas deberían darle un poco de crédito a la masculinidad y empezar por aceptar que en términos psicológicos y en atributos de relaciones amatorias ningún hombre es igual a otro.
Ciertamente somos iguales en muchas otras cosas; y sobre todo, somos iguales a las mujeres en lo fundamental: carnal y espiritualmente. Ya se sabe que en las diferencias se nutren las relaciones, pero generalizarlas en manualitos baratos de auto ayuda bajo el vulgar epíteto de “estos malditos hombres”, lo que hace es contribuir a esa percepción de insulto muy generalizada. Y de seguro el teatro se va a llenar.
Por último, me pregunto myself: Esos medios que tanto le tupen a las administraciones públicas porque somos un pueblo que no lee, y que luego regalan boletos para algunos eventos a quienes compren el diario, ¿en lugar de una entrada al teatro para ver a Polo Polo, por ejemplo, por qué no regala el libro de Sherry Argov; o en vez de los calzones de Ricky Martin, un poemario; o en lugar de la bota izquierda del baterista de Los Tucanes, una novela de Carlos Fuentes?
Creo que así serían más coherentes con su queja, y pondrían su granito de arena para que dejemos de ser menos imbéciles de lo que creen que somos. Pero no: Es mucho mejor manejar un doble discurso que garantiza ciertas ventas o presiones facilonas para seguir sobreviviendo... y luego nos preguntan ¿Por qué los hombres aman a las cabronas? (¿A las cabronas empresas de información, será?: Sabe). En fin...
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Yo también me siento como un perro...

Es verdaderamente un lío lo que estamos viviendo en torno a la educación y al aprovechamiento de nuestros niños y jóvenes: Que si saben leer, que si no tienen el hábito, que si salen tronados en matemáticas, que si García Márquez todos los días se siente perro porque la prensa escrita parece que la redactan con las extremidades inferiores, que si de qué lado masca la iguana... en fin...

La crisis educativa de nuestros días, meses y años no constituye un acontecimiento repentino, sino que ha tenido sus raíces en épocas anteriores, específicamente en la de aquellos antiguos pensadores. La pregunta de por quién o qué educa al hombre presupone una visión de aquello que solemos designar con la palabra educar: Del latín “Educare” (ex y ducere), este verbo transmite el sentido de jalar de adentro hacia fuera; es decir, hacer aflorar algo ya presente en el educando, y queda excluida la noción de una educación colectiva, sino que la educación es de uno en uno.

Educar, entonces, entendido en el sentido de guiar o jalar hacia fuera lo que el educando tiene dentro de sí, remite a un proceso individual, puesto que no puede haber identidad entre dos o más personas, al igual que entre dos o más cosas cualesquiera. Con ello, automáticamente quedan marginados nuestros sistemas educativos modernos, en cuanto no se estructuran sobre principios de la enseñanza individualizada.

Ya dijo Rosseau que no es el individuo el que es producto de la sociedad, sino ésta el de aquel, de manera que cuando de educación hablamos, nos referimos al individuo singular. Hacia él está (o debería de estar) orientada la educación.

Cuando se habla de aprendizaje no se encuentra lejos el concepto de enseñanza. Tal es así que se suele hablar del proceso de enseñanza-aprendizaje, el cual ha sido factor dominante de tiempo atrás en la educación humana. Sin embargo, el esquema estímulo-respuesta implícito en dicho proceso, lo convirtió en un mecanismo rígido que no pudo sino desembocar en la reflexología soviética, desarrollada por la escuela de Pávlov, y el conductismo skinneriano, dominante en el mundo anglosajón. La consecuencia de ambos sistemas educativos, adoptados de modo variable en la mayoría de los países del globo terrestre, según nos ha comentado “El Polacas”, ha sido la de considerar sólo los estímulos, manipulables a voluntad y las respuestas observables.

También habría que entender que conducta modificada y aprendizaje no son asuntos idénticos, porque la primera les sirve de base a los investigadores sólo para inferir que la misma es consecuencia de un respectivo estímulo, mientras que el aprendizaje, como el “Polacas” admite, es algo que tiene lugar dentro de la cabeza de un individuo, en su cerebro, “y no es inferible”, subraya el licenciado Holguín empinándose un vaso de agua así como muy raro.

En la mayoría de los estudios sobre el tema, para lograr aún una mayor precisión en sus mediciones, los que aplican el método skinneriano decidieron sustituir al instructor, quien lleva a cabo la enseñanza, por dispositivos mecánicos. El exitoso uso de las máquinas comprobó que la tradicional enseñanza impartida por maestros, de marcado carácter mecánico, consistente en hacer repetir correctamente lo que ha sido expuesto correctamente, no competía con la eficacia de aquellas.

Por su parte, Piaget se plantea el problema de la dicotomía de lo que él llama la escuela para pensar frente a la escuela para leer (o escuela para pensar frente a la escuela para memorizar, pues se considera que la absorción mecánica de conocimientos propicia predominantemente el empleo de la memoria). El conocimiento de lo individual concreto no se obtiene por la ciencia, suponiendo que por algún modo pueda obtenerse conocimiento auténtico de lo más radical que hay en el hombre, y lo constituye en individuo. El “conocimiento de los hombres” es un don, y no es la psicología quien lo da, dijo Nicol afuera del Pluma Blanca Bar.

Pero si no es la ciencia, ¿entonces quién puede aclararnos qué es exactamente el aprendizaje? (Sabe). Y ¿cómo podemos entonces aprender a pedir correctamente una cerveza en el Pluma Blanca?

Ya veíamos que la sociedad no es producto de la naturaleza, sino producto del hombre en cuanto individuo quien voluntariamente se asocia con sus semejantes. Sin embargo, la historia ha opacado este hecho elemental registrando tan sólo las distorsiones manifiestas a través de los tiempos. Como consecuencia de ello se ha incrustado la convicción general hasta en las ciencias, de que la colectividad es lo natural y el individuo el artificio de aquella.

Es decir, que el asunto no está tan facilito. Es más, según Rousseau, la primera ley del individuo es velar por su propia conservación, que él es el único juez de los medios para lograrla, por lo cual deviene en su propio maestro. Y de paso, convendría revisar el concepto de maestro, cuya noción prevaleciente es la de aquel que enseña una ciencia, arte u oficio, o tiene título para hacerlo.

Yo, por mi parte, hasta aquí no he entendido nada de lo escrito, salvo los dos primeros párrafos. Y me queda la pregunta, que seguramente todos nos hacemos respecto al título de esta entrega: ¿Y la cerveza? (Bien helada, por favor: Ya ven, ¿qué nos cuesta ser educados?).

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martes, 29 de septiembre de 2009

Como si no tuviera nada que ver...

Muchos de los funcionarios culturales reduccionistas —aquellos que creen y aseguran en su ignorancia que la cultura se reduce al arte y sus quehaceres— creen que la “cultura” no tiene que ver con nada que no sean los fenómenos y manifestaciones de su campo de estudio. En otras palabras, nuestros queridos burócratas culturales piensan y aseguran que la cultura —o su ausencia— nada tiene que ver con que los camiones urbanos dejen de correr a las ocho de la noche, nada tiene que ver con el precio de los boletos, nada tiene que ver con el hecho cotidiano de escoger entre cenar bien o ir al cine, porque las dos cosas no se pueden hacer la misma noche, como silbar y comer pinole.

Igualmente, la mayoría los funcionarios y/o teóricos de la educación están convencidos que la educación, sus fenómenos y manifestaciones se reducen a la enseñanza del dos más dos y a la repetición al infinito del a be ce, y no les pasa por la cabeza que la educación también tiene que ver con esas fallas ocultas del sistema —los llamados errores silenciosos del "sistema"—, que van desde el hambre y la pobreza, la tecnología mal aplicada y las familias disfuncionales, hasta la supuesta lucha entre el cuerpo y el espíritu —el alma, pues—, como si no tuviéramos una parte espiritual y una parte animal que nos conforma y nos da vida y sentido. Y no es un asunto de creer en dios o no, simplemente es aceptar la existencia de una energía vital que nos atraviesa como electricidad y nos impulsa a seguir adelante con la lectura cuando nuestro cuerpo con hambre y sueño nos pide a gritos de tripa que ya chole con García Márquez o con las ecuaciones diferenciales.

Pero —nos guste o no— una cosa sí tiene que ver con la otra: la cultura reduccionista, para no agrandar nuestro el área de influencia del concepto bien definido, y la educación tienen que ver con todo lo que nos hace humanos, con lo que se ve y también con lo que no se ve, que estamos hechos de carne y espíritu, y nutrimos esas “partes” con diferentes alimentos. Frijol y literatura, por ejemplo; carne y música, tortillas y pintura.

En su libro La literatura como Ciencia Social. Aportaciones a la Etología Humana, la maestra emérita de la Universidad de Sonora Josefina de Ávila Cervantes, nos ahonda maravillosamente sobre el tema, y de su libro comparto algunas ideas:

La educación escolar, tal como se encuentra estructurada, apunta a mantener dependencias que se alargan hasta la edad adulta, especialmente con el sentimiento mágico, que nos hace vivir esperando respuestas que sabe quién dará. Maestros y alumnos, atrapados en la organización circular cuyo centro es el ego y luchando estérilmente en cambiar lo de afuera sin comprender cómo es dicha estructura, terminamos extenuados y sin haber avanzado un milímetro.

Si nos detenemos a observar cómo trabaja nuestra mente con relación a nuestro cuerpo, veremos que éste, por considerarlo ajeno a los procesos anímicos, nos es totalmente desconocido. No sabemos cómo ni cuándo actúan uno sobre otro o si interactúan. Desde la separación platónica, el alma y el cuerpo -suponemos- se mueven de manera independiente. Por ello prevalece el dicho Mente sana en cuerpo sano. Hay quién cree que la salud del alma no afecta al cuerpo y al revés. La pérdida paulatina de la sensibilidad conforme crecemos termina por verse como algo independiente del cuerpo, a pesar de miles de señales de que el alma, la mente y el cuerpo no están separados.

Veamos cómo el lenguaje denuncia dicha división. Al hablar de alma y cuerpo no estamos considerando, como en el caso del dedo y de la mano, que se trata de lo mismo con diferentes designaciones sino que lo pensamos y vivimos como si fueran algo diferente, separado. Se insiste demasiado en las enfermedades nerviosas como si éstas no tuvieran ­que ver con el cuerpo.

Decir que algunos malestares son nerviosos minimiza su importancia y remite al paciente a una especie de autodominio de los nervios; supuestamente ello es posible, en cambio la enfermedad del cuerpo no puede ser controlada por el paciente: necesita del médico para curarse. Y allí vamos todos nerviosos, sin saber bien a bien que se quiere decir con eso, sufriendo los malestares y, además, sintiéndonos culpables pues estamos fingiendo estados de ánimo que se pueden resolver ¿cómo? Ni médicos ni conocidos ni bienhechores saben de qué se trata.

Termina uno por habituarse a los dolores inexistentes para los demás y molestos para el que los sufre. Las tensiones, los infartos, las subidas y bajadas de presión, las trombosis y todas las enfermedades que no tienen como origen un virus, no tienen nada que ver -se supone- con la manera de vivir la vida. Mucho hay qué caminar en tal sentido. El día que seamos capaces de ver nuestro ser de manera unificada, vamos a saber reconocer que el alma no está separada del cuerpo, y que todo se toca con todo. Somos un ser, indivisible aunque diferenciable en sus partes; el hecho de que podamos distinguir la cabeza de los pies no nos ha hecho creer que los pies sean algo diferente del resto del cuerpo. Ciertamente hay centros más sensibles que otros: todos sabemos que una mala caída puede provocar la muerte si el golpe fue en la cabeza y una simple rotura si fue en la cadera (aunque ello, indirectamente y por descuidos ulteriores -hospitalarios, por ejemplo- pueda también conducir a la muerte).

A la inversa: si recuperamos nuestra sensibilidad inicial, seremos capaces de advertir que todo malestar responde a un estímulo concreto sobre nuestra naturaleza, sea emocional o física. Ambas palabras son diferenciadoras de dos aspectos de una misma realidad: la de nuestro ser. No se trata de integrar nada puesto que ya estamos enteros.

Hablar de integración implica unificar por fuera lo que no está unido desde adentro pero no lo sabemos. Es de suma importancia observar el comportamiento de nuestro cuerpo y cómo, de acuerdo con los patrones culturales establecidos -y nunca puestos en duda-, sentimos que el alma es algo diferente al cuerpo. Lo retomo desde otra perspectiva: cómo lo que llamamos educación ha mantenido la división entre alma y cuerpo, a pesar de las innumerables señales de que no están separados.

Y hasta aquí se queda el tema. Ya lo retomaremos algún otro día, que hoy siento que mi cuerpo y mi alma andan por rumbos diferentes, acaso buscando sus propios alimentos. Yo qué sé...

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El Beckham que todos llevamos dentro...

“Soy un hombre aburrido”, dijo David Beckham el otro día, y por fin entendí que entre este tipo fashion y yo, que también soy fashion nomás que a mi manera, tenemos en común no sólo esa millonada que nos señala como estigma (sólo que a él, de money; a mí, de sueños; de hecho, la fortuna de David se calcula en más de 100 millones de euros; la mía, en igual cantidad pero de deseos: ¿está mal repartida la riqueza en el mundo? sí, pero no lo digan en voz alta), sino también un aburrimiento por todas las cosas tan pueriles de las que somos testigos involuntarios y de las que luego nos quieren hacer cómplices, como si no tuviéramos demasiados problemas con el solo hecho de tratar de sobrevivir dignamente a cada día, no necesariamente como Ulises después de las guerras helénicas, sino como simple héroe de la cotidianidad, héroes como tú y yo, amigo lector.

Porque has de saber que los héroes como yo, que no tenemos guerras que combatir ni océanos que navegar ni dolores que simular vivimos una vida difícil: todos creen que vamos por la vida plantando caléndulas en los bulevares, pero no, estamos siempre listos para cualquier llamado a las armas, para cualquier atentado que evitar, para cualquier agravio que lavar, y vivimos una vida difícil enmedio de tanta paz urbana, necesitamos guerras qué pelear: cuestiones de honor, crímenes sin sentido, invasiones a países indefensos, ofensas gratuitas, lecciones que darle a quienquiera que trate de pasarse de listo.

Los héroes como yo, que no tenemos cruzadas que defender ni continentes que descubrir ni religiones que predicar, vamos por la vida arrastrando la nostalgia por aquellos días en que las grandes naciones se volvían imperios y dominaban todos los rumbos de la rosa de los vientos...

Los héroes como yo, que sobrevivimos con un bizantino salario mínimo, que le debemos todo a todos (a Salinas y Rocha, a Sear's, a Elektra) y que no tenemos con qué ni en qué caernos muertos, vamos por la vida con bizarría inaudita, buscando dragones en cada esquina, sarracenos en los camiones urbanos, princesas encantadas en los escaparates, derechos de pernada en los moteles y usurpadores monacales, para blandir la cerveza cual espada en una cantina maloliente y bulliciosa perdida en el sucio centro de la ciudad...

Los héroes como yo, que amamos mujeres ajenas, hembras de pechos magníficos a la luz de cualquier luna, fotografías silenciosas en la bruma de los años, cuerpos olorosos a sudor entre las sábanas de un miércoles lluvioso, fantasmas desnudos de piel temblorosa al ataque agreste de un estoque furibundo, sabemos lo que es el dolor solitario en la entrepierna de las fantasías...

Los héroes como yo que sólo tenemos una patria, madre fértil que todo nos perdona, vamos por la vida buscando nuevas rutas que nos lleven a otras naciones, a mares ignotos, a huecos salobres para armar un presente decoroso sustentado en un pasado incierto, lejano, perdido en el laberinto del olvido, extraviado en la historia del mundo per secula seculorum...

Los héroes como yo, que un infeliz día tuvimos la certeza de estar en el lugar justo en el momento justo con el arma justa y nos enfrentamos a la vida tardíamente, conocemos el sabor de los naufragios justo antes de que el despertador nos marque las ocho de la mañana de la muerte...

Los héroes como yo, que arribamos tarde a todo, llegamos arrastrando nuestra ruidosa armadura, la mañana de un día cualquiera, al triste escritorio que habitamos la jornada de trabajo de la vida, cuesta arriba cotidiana rumbo al Gólgota de una muerte en el olvido...

Los héroes como yo, que un día sentimos en el oído derecho el soplo imperceptible de la parca, águila prometéica que devora nuestras entrañas cada hora de cada día de la vida, designamos con nuevos nombres a los amigos, a la mujer que nos ama, a los hijos que nos esperan en el rescoldo triste de la noche para armar con cuidado el día siguiente, y quemamos las naves de un pasado glorioso para atar amarras al presente: permanente paso hacia la nada...

Los héroes como yo, que quisimos ser vándalos del sueño a plena luz del mediodía, no tenemos civilizaciones que destruir ni pueblos que someter ni culturas que penetrar ni mujeres que violar ni hombres que decapitar ni niños que mutilar, por eso en el rincón más oscuro del retrete de la vida vomitamos la amargura que nos provoca esta inmundicia que tenemos por corazón...

Tú sabes, ex timado lector, que cuando uno es niño se inventa historias para pasársela bien frente a los demás: mi tío es policía, mi papá tiene un rifle, mi mamá es más bonita que la tuya, yo me saco puros dieces y demás mentiras cuyas raíces se incrustan en un pasado perdido debajo de cualquier pirámide, pero al paso del tiempo aquellas mentiras se vuelven una máscara que nos ayuda a pelear todas las guerras contra la irrealidad que nos han heredado injustamente esos perversos gobernantes que han maquillado el rostro de un país, de un estado, de una ciudad, de un barrio, con la retórica de la demagogia y de un manejo político que beneficia sólo a unos cuantos: observe usted los rostros de los comités de campaña y verá los mismos viejos y gastados rasgos de quienes han venido obteniendo ganancias a costa de la pobretud de los muchos: de la tuya y de la mía, ciertamente.

No nos sirve ser héroes de papel, personajes de literatura que nada más existen cuando alguien los lee o cuando nos invocan para ir a votar. No nos sirve con eso. Acaso es entonces que a la menor provocación se asoma el Beckham que todos llevamos dentro a aburrirse más de la cuenta con esas líneas que canta Joaquín Sabina: Los políticos y sus secuaces son tan pobres que no tienen más que dinero en un país en el que hemos dejado de creer en todo y en todos… a menos, claro, que formemos parte de ese gremio pequeño que todo lo arregla a puertas cerradas, mientras afuera la vida fluye con sus afluentes de mentiras: para decirnos que todo está bien en México, nuestros gobiernos necesitan que venga la Hillary a decirnos con palabras diplomáticas lo que con toda la propaganda masiva, que en sí misma ya es una redundancia, no han podido decirnos… aunque en el fondo ni la Hillary se lo crea ni los gobiernos se lo crean ni nosotros mismos lo creamos y nos perdamos por los caminos de la indecencia como héroes aburridos…

¿‘Tons qué, Beckham: qué te tomas…?

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Tiritas pa’ este corazón partío...

Dice mi amigo el Tribilín que la gente sí se muere de amor. Y yo le creo, no faltaría más. De hecho, creo que hasta los cerdos se mueren de arrebatada pasión. Y también los gatos y los perros y uno que otro pájarito del amor, sin que esto necesariamente sea un albur.

O sea, morirse de amor no es nomás un pensamiento romántico plasmado en casi todas las canciones de Juan Gabriel, en el poema de José Martí —ése de La niña de Guatemala, “la que se murió de amor: Eran de lirio los ramos y las orlas de reseda...” etcétera, cantaba Óscar Chávez con un berrido caifanesco que de seguro era la envidia del Vale Elizalde—, o en las novelotas cursis de Televisa, sino una realidad bien real. Eso dice el Tribi, pues.

Y es que perder la vida por amor es tan factible como comerse un pico de gallo en la Plaza Zaragoza o un dogo en la Emiliana de Zubeldía —bacterias incluidas, claro está—, pero de cierto en eso de morirse de amor hay muchas causas asociadas —además del amoroso amor, porsu— como la depresión, el estrés, secreciones hormonales y emociones fuertes —entre otras emociones, secreciones y humedades— que provocan no nada más la muerte: hasta una sonrisita sospechosona a la hora de quedarse más tieso que un birote en el refrigerador .

Bue... el caso es que mi amigo el Goofy —o Tribi, para los castizos— me soltó una historia que tiene más de Selecciones del Reader’s Digest —se cambian los nombres verdaderos para proteger su identidad: ¡Oh, qué la chin...— que de verdad verdadera. Aunque de todas maneras se la compré todita.

Dice el Tribilín que los abuelos del Vicente Fox—nombre ficiticio, no se vaya con la finta, amigo lector— vivieron juntos por más de 50 años. Por complicaciones de un cáncer, el señor murió, y tan solo dos semanas después, la señora —que ya tenía un problema de osteoporosis a su favor—, presa de la soledad y un hondo dolor que no fue fácil describir, falleció también. Se murió así la señora, con una simpleza rayana en lo ridículo, como todo lo que pasa en la familia del Vicente Fox —nombre ficticio, le recuerdo—.

Y así como esta historia, hay muchas más. Entre la tropa de a pie y demás familia pulgosa y callejera, la explicación lógica a este tipo de situaciones es: La dinosáurica edad, “que ya les tocaba en la tómbola de la muerte” o las enfermedades acumuladas, que suelen hacer ricos a los especialistas y a los charlatanes místicos, que ya cobran igual por hacer lo mismo: Decir mentiras impías y paganas, que no es lo mismo pero es igual. Mjú.

Aunque la creencia popular (tan dada a los dramones telenoveleros que, por cierto, ya están camino a la tumba también porque el cincuenta por ciento más uno del público cautivo ya prefiere ver a Chabelo para reírse de la voz de pito y sus arrugas colgantes —como los jardines de Babilonia, según muestra el Discovery Channel—, y las noticias sobre Chentefraude y la Señora Marta que los refritos de Marga López y Arturo de Córdova versión RBD pelo fiucha) afirmaría que irse de este mundo a tan pocos días de la pérdida de un ser querido es porque “murió de amor” o porque “le dolía el corazón”: Lo que Usted guste o mande, amoroso lector. Aunque de ser lo segundo, habría que ver el montón de deudas que dejó el que se fue primero, ya a gusto en un palco numerado del Héctor Espino de los cielos, remozado y todo.

Estos factores hacen que se pueda decir que, en verdad, alguien muere de amor porque no se observa el problema como resultado de un mal particular, sino como un conjunto. Sin embargo hay muchos especialistas que prefieren vincular el amor con los riñones o el hígado, y ellos —los especialistas, no los riñones o el hígado, se entiende, ¿no?— suelen señalar que pese a que se utiliza mucho esa cardiaca imagen, la realidad es que nadie se muere de amor como tal, porque hay una depresión asociada que surge por algún evento amoroso y esto lleva a una reacción ajena, de tal forma que los factores que intervienen en este llamado mal de amores son principalmente efectos depresivos, como son que la gente no se alimenta bien o deja de comer, no duerme como dios manda y se nota fatigada —flaca, ojerosa, cansada y sin ilusiones, pues, para decirlo con ritmo—, y este cuadro de malestares físicos y sicológicos es lo que hace que muchos aseguren que alguien se murió de amor.

“Sería más correcto decir que se mató de amor o que se mató a causa de una depresión amorosa, siempre asociado, claro, a un efecto degradante generado por el amor”, dicen estos médicos hijos de un trozo de intestino, y como para amarrar, señalan que la gente fallece porque se va dejando morir de una manera que nada tiene que ver con el amor, pues el amor es un sentimiento que da felicidad, y pocas veces vemos que eso lleve a la muerte.

Lo que pasa, digo Joe, es que estos perversos no conocen el caso del Rafael “Falo” Contreras, que en un afán amoroso perdió la existencia allá en el Navojoa de mi adolescencia. Y nada de depresiones, dejar de comer, fatigas de amor en solitario ni otras tristezas absurdas que esbozan los canallas de la medicina: El Falo se enamoró de tal manera de la Panchita Juárez, la famulla de la familia Esquer —Morelos y Jesús Salido, esquina— que, según sus aladas y benedétticas palabras, era la respuesta que esperaba a una pregunta que nunca había formulado... o algo así...

Era tanto el amor del Falo por la Panchita que la rondó día y noche en todos los espacios que habitaba la Dulcinea del Tobarito —así se llamaba el ejido do procedía la flor de los desvelos del hombre aquel cercano al extravío— y le mostró su ternura de mil maneras que hasta miedo le inspiró a la bella, pero un miedo mezclado con un sentimiento desconocido, como de mariposas batiendo sus alas en el bajo vientre; o sea, con ñáñaras, hombre.

Y claro que la Panchita, la que todos los días iba río abajo, como la de la canción, veía al Falo y un como temblor le subía por detrás, desde las corvas hasta los escondidos orificios de la ternura, y le hacía de espuma los huesos y de chicle la sínfisis del pubis. Por supuesto que la famulla de los Esquer luego luego se olvidaba de que tenía marido en casa y chamacos en la escuela, y le respondía con miradas de telaraña al Falo y con besos flotantes como el escrúbol de Valenzuela en sus mejores tiempos.

Y entre la fiebre amorosa del macho herido y las miradas de telaraña de aquella mujer que entre los rancheros parecía pila del agua bendita, la pareja se fundió en un abrazo celestial y un beso volcánico que los transportó a una dimensión ajena a la nuestra. Tan ensimismados estaban que no se dieron cuenta que el marido de la tal Pancha se acercaba sacundiendo el gorro de vikingo con una mano y blandiendo una pavorosa daga en la otra, de tal forma que de un solo golpe le atravesó el corazón al Falo, quien se anticipó como treinta años al Alejandro Sáinz en aquello del corazón partío, y se llevó de las greñas a la Pancha, de quien, como dice el corrido de Camelia la Tecsana (doblaje al español: Palmera Records), nunca más se supo nada.

Así que son patrañas esas de que las personas no se mueren de amor o por amor. ¡Claro que se mueren de y por amor! Si hasta dicen que Cristo se murió de amor por toda la bola de sátrapas que somos... y a mucha honra. ¿O será acaso que el organismo del hijo de dios, de la pena que sentía por vernos tan inútiles y sin remedio, empezó a segregar cantidades extraordinarias de cortisol, adrenalina y otras sustancias que elevan la tensión arterial, dañan las arterias y producen infartos de miocardio o accidentes cerebro vasculares, y se dejó llevar por la plebe hacia el Calvario...?

Pues yo no sé mucho de eso, pero si sé que el Falo se murió por amor y de la manera más simple. Sí: Como la familia del Vicente Fox —nombre ficticio, le recuerdo...

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lunes, 28 de septiembre de 2009

Hete aquí, pues, Ataúlfo J. Barrientos...

Cuando Ataúlfo J. Barrientos murió víctima de un infarto del miocardio, en diciembre de 1973, en un hotelucho de mala muerte del centro de la Ciudad de México, acompañado de una mujer pasajera, nadie imaginó el daño que le estaba haciendo al país: J. Barrientos era a la sazón líder del Sindicato de Trabajadores del Zinc, Similares y Conexos de la República Mexicana, lo que en nuestro país significa ser un semidios, y es sabido que ni en el paraíso de dios ni en el cielo de la política deben quedar espacios sin ocupar porque se sueltan los demonios y aquello se vuelve una fiesta perversa y un desayuno de güeros (y lo digo así porque me he enterado que mencionar “cena de negros” es algo como racista). Psssí.
El caso es que J. Barrientos estiró una de sus sindicales extremidades inferiores en un cuarto de hotel y hasta ahí llegó, motivado por un llamado urgente del encargado del hotel, un agente del ministerio público a realizar el levantamiento del cadáver, pero la cosa se complicó porque no encontraron de inmediato al forense, cosa muy común y muy corriente en los países emergentes, bananeros y prefoxistas del mundo entero, y lo que se suponía iba a ser un asunto que se despacharía fácil y rápidamente se enmarañó con la tardanza de aquel funcionario público que gustaba de comprarse un mapa de los antros de la ciudad y perderse en él. O sea: ¡Helloooo!
Como es lógico, en aquellos tiempos todavía sensibles por los acontecimientos del 68 y del 71, se corrió la voz como mitote de espectáculos, y el transitorio hostal do estaba ubicado el frío e inmóvil cadáver se llenó gradualmente de personas que iban y venían como hormigas en busca del agujero. Mjú.
Según cuentan las crónicas de los hechos, no pasó mucho tiempo sin que llegara al lugar el entonces segundo en importancia del sindicato, el compañero Baldomero Palomares Blanco, vestido a la usanza de padrote para matar, y aprovechó la funesta circunstancia para mañosamente apoderarse de la Secretaría General, cosa que también sucede con frecuencia tanto en la política como en la sucesión papal, por aquello de los huecos que se deben llenar ipso facto para que el mundo no pierda su equilibrio. El recién llegado comenzó su exordio con aquellas célebres palabras al pie del lecho de muerte: “Hete aquí, pues, Ataúlfo J. Barrientos, viejo luchador...” etcétera.
Y, bueno, se cuenta que para apoyar a Palomares Blanco, y sin que viniera al caso, el Congreso del Trabajo lanzó a los obreros y trabajadores manuales y administrativos a la huelga y materialmente paralizaron al país en un santiamén, mientras el cuarto donde el muerto seguía cadáver se llenaba de personas que nada tenían que hacer ahí en principio: las dos esposas del difunto, los parientes de las esposas, los ayudantes de los ayudantes del ministerio público, un taquero, una pareja que necesitaba desfogar las urgencias del cuerpo en materia sexual, algunos periodistas y hasta una banda de guerra con mantas alusivas y edecanes con cara de zinc región cuatro.
Aprovechando el momento, Baldomero Palomares Blanco salió al balcón de la habitación y —adoptando la posición de híbrido entre presidente de la República en plena noche del 15 de septiembre y de cardenal Norberto Rivera Carrera (el padre putativo de Pável Pardo, según el Perro Bermúdez) arengando a los guadalupanos a no facerle caso a López Obrador—, en un discurso propio de Aquiles, el de los pies alados, ante los mirmidones, los de los pies helados, el sindicalista lanza una magistral joya discursiva en la cual, se dice, se han basado todas las soflamas de los dirigentes desde diciembre del ’73 (Oh, what a year!) a la fecha presente —es decir, demagogia pura—, incluyendo los rollos vacilantes del Pavorreal Corrales, el silencio ominoso de Francisco Hernández Juárez y la triste figura de Napoleón Gómez Sarra y su Napito del alma en calidad de vesícula biliar extirpada. ¡Ups!
Al final, en virtud de que el Sindicato de Trabajadores del Zinc, Similares y Conexos de la República Mexicana pagó los tacos, las coronas y la cerveza, la muerte de Ataulfo J. Barrientos derivó en una bacanal ciertamente ordenada, sin gritos obscenos ni tentadas corporales fuera del natural roce de pieles que provoca la aglomeración en un cuarto de dimensiones reducidas, en tanto el compañero Palomares Blanco era ungido como nuevo Secretario General —sin tanto alarde de democracia ni conteo de votos: ¿Pa’ qué, pues?— y como tal marchó por las calles de la capital dejando atrás el cadáver de J. Barrientos sepultado bajo un pesado polvo de olvido inmediato, ése que por generación espontánea aparece en estas situaciones.
Como sea, los que somos muy metiches sabemos que Jean-Paul Sartre (“¿El nuevo jardinero derecho de Los Naranjeros?”, preguntarán los lectores de El Imparcial, haciendo un lado el vasito de cheve. Ja: ¡Brincos dieran, caones...! es de Las Águilas de Mexicali...) reflexionó sobre la soledad, la angustia, el fracaso y la muerte, lo que induce un cierto retorno a la concepción del sujeto como centro de significaciones.
O como dijera Oscar Athié: es como andar flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones: ¡la muelte, chico!
Bueno, el caso es que Sartre sostuvo que la existencia precede a la esencia, que el infierno son los otros y que el hombre es una pasión inútil, por lo que la vida no es más que un chispazo entre dos tinieblas. O algo asina. Entonces, piensa el Armando (¿piensa el Armando...? ¡Oh, qué la...!), el único sentido de la existencia es lograr que ese chispazo se vuelva una llamarada que perdure en las retinas de las mujeres, los hombres y los perros de buena voluntad, cualquiera que sea su ideología. Pero el Tomás Mojarro (ah... mucho gusto) no se quedó atrás y dijo en una incierta ocasión que la muerte a nadien redime, y muy pocas veces la oración fúnebre concuerda con la biografía personal del difunto.
Y todo esto viene a colación porque el otro día vide en la televisión un programa do hablaron de Leonardo Rodríguez Alcaine, alias “La Güera”, extenso Secretario General del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (Suterm), puesto en el cual se fizo millonario, y dirigente de la Confederación de Trabajadores de México, CTM, a la muerte del eterno Fidel Velásquez; justo ahora que se habla tanto de líderes morales y demás mañosos que pululan por aquí y por allá.
De la Güera, en ese programa, se hablaron tantas mentiras vueltas bondad y verdad oficial que casi se me olvida todo lo que Rodríguez Alcaine era y representaba para el poder: un individuo cuyo mal natural y bajas pasiones (envidia exacerbada, desmedida ambición, codicia desbocada) impulsó a invertir el tiempo de su vida (et de bajada) en arrastrarse ante el poder y aplastar a los desprotegidos.
Que los muertos entierren a sus muertos, dijo un Cristo poco sutil a uno de sus seguidores, y en el caso de la Güera podría perfectamente hacerse la paráfrasis de que se duelan por su muerto quienes en vida se beneficiaron de él: Todos los integrantes del sistema de poder, comenzando por los patrones y los empresarios, el gobierno y los grandes capitales. No nosotros: Habemus iodidoe.
Así, una costumbre hipócrita determina los cánones del ritual: Si en vida fue codicioso, traicionero y depredador, una vez difunto ¿que descanse en paz? Mmm... “Ya está juzgado de Dios”, dicen los santurrones que nunca faltan. Pero no, la muerte a nadie redime, y ese individuo inculto, agresivo, malhablado y vulgar siguió siendo obsceno, escatológico y altisonante aún después de muerto.
Conviene recordar lo que en 1990 juraba: “Nosotros los trabajadores respaldamos al neoliberalismo de verdad. Con esto, el pluralismo le hará a los trabajadores lo que el viento a Juárez. La crisis económica es como un huracán que beneficiará a la clase trabajadora. Las crisis son como huracanes: a unos beneficia y a otros perjudica; pero en el caso de los trabajadores, ellos van a resultar beneficiados porque esto permitirá que la economía se estabilice...” Sí: sus acuerdos con Fox a partir del 2000, el sector patronal y el entonces titular de la Secretaría del Trabajo, Carlos Abascal, representaron un riesgo para los trabajadores del país, y hasta hoy no ha habido estabilización alguna.
Y no está de más traer una muestra de sus constantes fanfarronadas ante los periodistas: “¡Los reto a todos a que me demuestren que hay trabajadores en pobreza extrema! ¡Díganme en dónde está la pobreza extrema! Los desempleados ganan mucho más que yo. El más pobre, un pinche payasito, gana 300 pesos diarios. ¡Es increíble! Y ese ni impuestos paga... Sí, yo soy un cabrón para contestar, pero reafirmo: México no es un país de obreros jodidos. Los trabajadores mexicanos estamos orgullosos de cargar con todo el peso que ocasiona el bache económico provocado por la globalización. Yo convoco a la radio y a la televisión a orientar a ciudadanía sobre las condiciones adversas que se viven en el país y de las que más o menos hemos salido adelante con gallardía. Porque miren lo que les voy a decir: ¡El que piense que la política presupuestal de Fox es una puñalada al pueblo, es un pendejo...!”
Hete ahí, pues, Leonardo Rodríguez Alcaine; hete ahí, Napito vesícula biliar; hete ahí, Francisco Hernández Juárez y demás fauna nociva... hete ahí, pues...
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