Trova y algo más...

viernes, 30 de abril de 2010

Calladito me veo más bonito…

En serio: hoy no tengo nada qué decir. Me siento como el personaje aquel de la canción de Oscar Athié: flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones, que no sé qué decir.

Ya sé que habiendo tantas cosas que flotan en el mundo y sus alrededores, resulta un tanto extraño que alguien tan locuaz como el suscrito que firma allá abajo, venga a decir que no tiene nada qué decir. Suena como a tzingaderas. Y de eso ya estamos llenos en este país. Se los juro. Recuerdo ahora, por ejemplo, que si pudiera, les diría que Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Pero no se los voy a decir porque no tengo nada que decir.

Hay un como contrasentido en esto. Traigo sentimientos encontrados, pues. La Araceli cumplió ayer como 26 años de casada, según me dijeron, y don Salvador cumplió como 26 horas internado en urgencias. Para dónde me inclino. No sé. No puedo decirlo sin traicionar uno de las dos partes. Lo único que me salva, creo, si es que soy salvable, si soy rescatable, es el amor que siento por esa S y todas mis A, que desfilan en mis sueños como conejos salidos de la chistera de dios.

Tampoco diré que aquella crónica breve y fascinante, en la cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Mejor dicho: nos sigue persiguiendo como funesto destino a cambio de espejos y baratijas hechas en Taiwan.

No diré eso tampoco; no, señor, porque la crónica al final no se me da. Aunque pienso, como dicen algunos autores, que al escribir no hay género literario menor: hay escritores menores. Sólo hay dos tipos de escritores: los buenos y los malos. A un escritor no lo hace un género, lo hace la escritura. Es muy simple. Sería absurdo negar la presencia de la crónica en todos los géneros: incluso en la poesía; hay una poesía contemporánea donde se percibe una cierta ironía urbana que se toca con la actitud del cronista, que casi siempre es irónica. Pero no nos confundamos: hay muchas ironías; la verdadera es aquella que no se hace sentir, la que mantiene por encima de todo su buena educación, porque de lo contrario caería en el sarcasmo.

Yo no entiendo la ironía sin lirismo; sin refinamiento, quiero decir. Cualquier persona puede dar respuestas sarcásticas, salidas bruscas surgidas de su tosquedad. El sarcasmo es la ironía de gente muy desplazada en la vida, es la malevolencia que no conoce la dulzura de la vida. La ironía conoce la dulzura de la vida y la añora; la ironía aparece cuando alguien se conduele de que falten las dulzuras de la vida. El sarcasmo no añora las cosas bellas porque las desconoce; el sarcasmo generalmente es la expresión de gente que ha tenido que hacer trabajos muy duros para sobrevivir. El sarcasmo está movido por la urgencia mientras que la ironía existe por el terror de que la exquisitez, los placeres, el encanto, puedan desaparecer; de allí que a veces el ánimo registre una ligera crispación irónica. La ironía y el lirismo se complementan como el hombre y la mujer en el amor: en la escritura deben convivir ironía y poesía como macho y hembra. En fin, que espero no haber sido sarcástica nunca y si lo he sido esto se explica por una inmadurez juvenil y quizá por un gran dolor en mi vida.

Antes de sentarme a escribir doy muchas vueltas. Antes, la escritura me producía muchos temores y no me acostumbraba al acto de escribir. Siempre lo hacía en medio de una gran zozobra. Ya en el momento en que me instalaba con la escritura experimentaba un gran deleite con la palabra y una felicidad con el pensar. Y aunque ahora no tengo esos sentimientos de temor y zozobra, la verdad es que cualquier contratiempo exterior se me interpone en mis horas de escribir.

Pero uno nunca está completamente seguro con la escritura. Lo más que puede estar es seguro de la felicidad que proporciona el acto de escribir. Y sí, ahora, hoy, en este breve instante en que no estás, me siento más a gusto que antes al escribir. Yo soy una persona de un solo talento: la escritura. Hay personas encantadoras y la gente comenta qué maravilla son: ella hace unas tortas fabulosas, cómo recibe, qué bien se viste, qué hijos tan perfectos tiene, siempre se ve estupenda... Pero yo, debo confesar, tengo un mínimo e inservible talento que me ha salvado de ser un diputado más: aprendí, no sé porqué, a crear literatura. Así nomás.

Me han dado premios de literatura, así que no tengo otra opción que escribir, y hacerlo medianamente bien. Para ser alguien de sociedad se necesita mucho talento y dedicación. Y, además, no es bueno excluirse dentro de una minoría. Insisto: yo tengo un mínimo e innecesario talento para la escritura. Si eso no hace mi felicidad, por lo menos hace mi certidumbre. Y no lo cambio por un destino más próspero. Tampoco me quejo: tengo lo que Virginia Woolf llamaba una habitación propia, ¿qué más puedo desear?

Y es que el escritor acá es una figura social; a lo más que puede aspirar es al éxito social, en el sentido de que lo conozcan éste o el otro grupo como escritor... es un hecho físico, un asunto de celebración social físico: este es un escritor. Pero no conocen lo que uno escribe. «Este es un escritor», dicen en las reuniones, «qué bien». Pero jamás llegan a los libros del escritor. Para la sociedad el libro no existe, es como una piedrita perdida en el camino y no hay forma de que llame la atención de alguien. Los escritores somos los fantasmas de la casa hermosillense, sonorense, mexicana, qué sé yo; nuestras cadenas chirrían un poco cuando hay un premio y luego, de vuelta al silencio. Pero en realidad no existimos. Aquí sólo cuentan los libros de cocina y esa cierta frivolidad que consideran muy elegante los ricos recientes porque les permite fingir una especie de irresponsabilidad frente a sus fortunas.

Sí, yo tengo un truco para escribir: soy una atleta de la soledad. Para mi escritura lo más importante es el lujo de pensar, que sólo se adquiere en el silencio. Tengo amigos muy queridos a quienes no suelo frecuentar porque los pensamientos pueden rivalizar con los afectos. ¿Cómo se miman los pensamientos?... en medio de la hosca soledad. Es como la persona cuya vida es mediocre porque está a régimen y deben alimentarse de comidas poco deslumbrantes. Así mismo, para pensar debe observar una vida muy poco deslumbrante. He terminado siendo el anfitrión de los personajes de mi ficción.

Por eso recurro a la soledad y al silencio. Por eso no tengo nada que decir hoy. Por eso me quedo callado, porque, según me han dicho unas amigas perversas que tengo por vecinas: “Calladito me veo más bonito…”, pero no es cierto, porque calladito nomás me veo calladito. Se los vuelvo a jurar...

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miércoles, 28 de abril de 2010

Como la Penélope de Serrat…

Yo nací en enero, pero el otoño es como mi casa. Conozco todos sus rincones, y en muchos de ellos he dejado huellas para que los que vienen detrás sepan que por ahí anduvo un náufrago de la vida que le mandó señales de humo a todos los espíritus de la melancolía para que se acercaran a beber una taza de café al borde suave de la tarde, justo un segundo antes de que la noche abriera sus alas y se echara a volar bajo la bóveda celeste de los antiguos fenicios.

El otoño es el otro lado de mi luna. Con el otoño se va de paseo mi memoria y me lleva a las viejas mañanas de octubre en un galerón enorme de una vieja ciudad donde mi madre preparaba el desayuno y mi padre se alistaba para ir al trabajo en su viejo jeep amarillo como la nostalgia, mientras en el patio un árbol con florecillas blancas anunciaba los vientos helados de entonces, que nos hacía temblar de emoción y de frío antes de echarnos a caminar por la avenida Morelos hacia una escuela de ladrillos donde mis hermanos y yo aprendimos a multiplicar los corazones y a sumar los montoncitos de felicidad para guardarlos en las bolsas remendadas y vueltas a remendar de los sueños.

Con el otoño mi manera de ver el mundo tomó rumbos inesperados: aprendí a observar el árbol más que el bosque, y el bosque más que la angustia.

Pero por encima de eso siempre estuvieron los seres queridos: mis papás, mis hermanos, los compañeros de escuela con quienes en plena fiesta de la niñez compartí tajadas del otoño para armar los partidos de basquetbol y los papelitos alados atiborrados de corazones cruzados por las flechas de algo que se parecía al incipiente amor y que le mandábamos a las niñas que nos miraban extrañadas detrás de sus ojos luminosos y sus trenzas como arco iris y su gesto de fuchi al vernos flacos y sucios, despeinados y descalzos, desfajados y ruidosos como faunos de la mitología navojoense de aquellos años de finales de la década del sesenta.

Con el tiempo nos volvimos feos y circunspectos, resecos y melancólicos, pero el otoño jamás cambió: siempre vino exacto, nunca retrasó su llegada, nunca nos dejó esperando sentados en la estación, como la Penélope de Serrat. Llegó como llegan las olas del mar y a todos nos entregó los regalos que nos traía en sus alforjas: un año más de vida, acaso un nuevo amor, un motivo más para el llanto, un puñado de rostros del pasado, las voces y los olores del otro lado del Atlántico, y cuántas cosas más que se nos fueron acumulando en el alma para llorarlas despacito bajo el mesquite del patio o a la luz de unas cervezas cristalinas en las rondas de viejos amigos que reconstruyen el pasado con los ladrillos de la memoria: “¿Recuerdan al “Electrón”, el maestro de electricidad en la secundaria Othón Almada? ¿Qué será de él?” (Salud).

El otoño siempre estuvo ahí, arropándonos como madre tierna, juntándonos más recuerdos para alimentar el presente, para sentirnos vivos con aquellos viejos programas de soldados y de vaqueros que en la infancia fueron los croquis de la imaginación, en los que marcábamos con cruces azules los días de “Combate” y los de “Bonanza”, y las tardes sabatinas de cine juvenil y los domingos con un Raúl Velasco que poco a poco se fue desvaneciendo en el aire enrarecido del hastío.

Y, bueno, después del hastío, uno se queda pensando, después de los excesos divinos y demás trastornos que provocan las estrellas que encienden las luces de la vida, si todo va bien y no me cruzo en el camino de cualquier sicario que me confunda con un deudor de su banca, a mí me quedarán como veinte o veinticinco años en este mundo antes de que diga stop a las llamadas. En verdad no sé si sea mucho o poco, suficiente, demasiado, casi nada, nada... y es que ¿uno qué sabe de eso tan relativo que es aquella sustancia invisible, inasible, irreversible que denominamos simple y sencillamente “tiempo”?

Lo que sí sé es que esos años me darán la oportunidad de envejecer acaso de manera tranquila junto a Araceli, ver crecer y multiplicarse a mis hijos en la felicidad, ver morir a mis seres queridos, sentir que con cada uno de ellos dolorosamente se va una parte de lo que buenamente vivimos, llorarles como es debido, rezarles desde luego ante un dios que nos observa con enfado y preparar todos los asuntos que tengan que prepararse para no dejar a nadie sentido, como debe de ser.

Ya sabemos que veinte años es nada, como dice el tango en la maravillosa voz de Carlos Gardel y de sus muchos imitadores; que veinte años se pasan como relámpago, como suspiro, como Tufesa rumbo a Nogales, y que a la vuelta de la nostalgia, en una esquinita del tiempo, se le acercará a uno un fantasma con cara de niño, así como venido de Comala, a decirnos en el oído con toda la calma del mundo que ya se nos acabó el veinte. Y punto: se acabó el veinte.

Ya lo dije alguna vez: antes de que se me empiecen a mojar los cables, comenzaré a echar a volar mis búhos de palofierro y a donar los libros que he atesorado a lo largo (y sobre todo a lo ancho) de mi vida, así que si a Usted, estimado lector, le llega un búho o un libro, es que está incluido en la lista de direcciones de mi Lanix 486 (¡Qué moderno!, diría mi tío el cuervito: ja… ¡brincos diera!), en la que escribo estas palabras como si fueran mi postrer testamento. Mmmm: aunque quién sabe si eso sea bueno o malo... pa’ saber, eh.

Y es que uno no puede cantar victoria en aquello de tratar de burlar a la muerte haciendo ejercicio en caminadoras digitales o en banquetas mal pavimentadas, consumiendo alimentos naturales ricos en fibras, verdes y frescos, aunque a uno se le ponga el semblante de tortuga despechada; porque no se puede decir que se tiene la vida segura para siempre, pues pudiera ser que, inclusive, al salir de misa lo atropelle a uno un camión urbano, con cumbia y todo, igual que lo puede atropellar un diagnóstico de cáncer dicho en el peor de los momentos pero en el mejor de los lenguajes por un médico amigo que trata de no herirnos con sus palabras sin saber que ya las heridas del alma quedan en segundo término cuando la salud de la carne se empieza a derrumbar. En serio.

¿De qué sirve entonces, dirá algún apreciable lector anabólico con cierta inclinación a los esteroides, tener un cuerpo como de Schwarzenegger si una enfermedad mortal lo está carcomiendo poco a poco, día a día? Y aquí sí: la resignación no es una que digamos opción fácil de escoger, pues no resulta agradable dejar que los dioses asuman el control de la media cancha con su acostumbrado desapego por la vida cuando uno es un ser anónimo, mientras en una cama de hospital un ser querido se está yendo despacito como el pañuelo que Julio Iglesias tirara al río hace como veinte años, si no es que más.

Y, bueno, yo no sé, pero si todo va bien; si tengo la suerte de no subirme en la pesera del amor el último día de mi existencia, a mí me quedarán como veinte o veinticinco años como observador estupefacto de todo lo que sucede a nuestro alrededor: el odio de Bush contra los musulmanes, los gritos desaforados del Perro Bermúdez, las crónicas insensatas de Monsiváis, el planeta Marte brillando como farol de la calle, el alucine de ese tiempo del Yahir y demás cuestiones fundamentales de la filosofía moderna que nos dictan los medios.

Y ya después de decir stop a las llamadas, pues ya puede acabarse el mundo, porque ya no pienso seguir checando tarjeta, y es que —como dijera Renato Leduc— después de muerto, soy cabrón si me meneo... y no, no se meneó el Renato…

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martes, 27 de abril de 2010

Esos hijos de perra…

Esta entrega no trata, por cierto, de la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros. No, señor. Sino de mi congénere. Y es que no sé por qué a mi prima Oyuki le dio, desde hace algún tiempo, por criar perros. Tiene de todas las razas: grandes, chiquitos, peludos, babosos, trompudos más los que se acumulen en la semana. Y se ha vuelto una experta en el asunto ese de identificar rasgos, tamaños, colores y hasta ladridos. De hecho, ahí en el barrio en el que vive le dicen “Cruela de Vil”, la personaja mala de “La noche de las narices frías” (o los 101 dálmatas), en un verdadero contrasentido, pues mi consanguínea es realmente amorosa con esos pulgosos y hediondos animalitos que son, literalmente, unos hijos de perra. Ver para creer, ¿no?

Dice mi prima que no es por negocio que tiene el criadero; sin embargo, no hace mucho compró un onapafo nuevecito que está apunto de regularizar, y ya cambió de sala, compró tele nueva y ya está haciendo planes para ir a Disneylandia en diciembre. “No –dice ella– yo no vendo los perros, la gente es la que viene a la casa y los compra, y pues ni modo de dejarlos ir sin que se lleven una mascotita para los chamacos: sería una crueldad”, dice con una risita así como medio tonta, como la que le quedó al Felipón cuando les preguntó a los chamacos si ya estaban listos para la prueba Enlace y estos ca’ones le respondieron que ¡NOOOO!, pasándose por el infantil arco del triunfo la alta representación del tío preguntón y su compinche Elba Ester, que ya no sabía en qué hueco del virus de la influencia AHLNL meterse y hacerse más bolita, protegida por los vividores del Panal, ciertamente.

“Mira –dice mi prima con una cierta ternura, como la que mostraba Marta Sahagún al defender a la bola de rateros de sus indefendibles hijos–, en cualquier tienda de mascotas te venden un perrito en mil, mil quinientos o hasta dos mil, dependiendo de la raza, como si fuera carro chueco en el bulevar Salazar, y yo, nomás porque no lo hago por negocio, les doy los animalitos en quinientos, cuando mucho ochocientos, nomás para sacarle lo de las vacunas y la comida”, como si fuera cierto que les da el tal Pedigree para que su popó (la de los perros, no la de la Oyuki, eh) esté dura…

O sea, que yo sepa, ella nunca lleva a vacunar a los cachorros, y les da de comer el mismo alimento que reconocidos nutriólogos han recomendado para los internos del cereso; es decir, una dieta compuesta simplemente de sobras nada más (entre tu vida y la mía), sobras nada más (entre tu amor y mi amor), como dice el viejo y conocido bolero ranchero interpretado por Javier Solís, el clon imposible de don Jesús Icedo, “la voz”. Pero, en fin, así es mi primota de campechana.

Lo bueno es que los perros no hablan más que en las caricaturas, en algunos programas deportivos de Televisa y en casi todos los partidos políticos que hacen el favor de ponernos los pelos de punta (en mi caso eso es simplemente una licencia poética, se entiende) y nos hacen despertar un día sí y otro también ya sea con el terror en el rostro o, de al tiro, con una sonora carcajada por las tonterías que suelen ladrar con descaro y cinismo. Y encima lo graban en espots publicitarios que dan a cucharadas todo el día. ¡Me lleva la...!

Y aunque la Oyuki jure y perjure que tener una crianza de perros no es negocio, los hechos dicen lo contrario. Aquí no podemos argumentar lo que en su tiempo dijo Alberto Einstein: “Los hechos están equivocados”, porque ya hasta llega con bolsas de pan para el café a la casa de su tía, que es, al mismo tiempo y por el mismo sueldo, la abuela de mis hijos. Ahora que reparo en el asunto, el otro pan (pero este con mayúsculas; o sea, PAN) también sirve para el café, pero el café que los intelectuales despachan cada tarde en conocido negocio esquinero haciendo trizas al partido del presidente por sus prácticas neonazistas disfrazadas de populismo peinado a la derecha. Mjú.

Y luego el tal Calderón, como para quitarse un poco el peinado de nazi reciente e ingenuo, al referirse a la ley SB1070, recientemente aprobada en Arizona, dice desgarrándose las vestiduras: “Toda regulación que se centre en criminalizar el fenómeno migratorio, un fenómeno social, un fenómeno económico, abre la puerta a la intolerancia, al odio, a la discriminación, al abuso en la aplicación de la ley", como si en México no discrimináramos a los centroamericanos, a los mismos mexicanos aspirantes a indocumentados que tienen que hacer una indignante fila en los aeropuertos para que los aduanales los registren hasta debajo de los dientes y les tumben parte de los recursos que traen para llegar a la tierra prometida por los dioses del dólar, ya que aquí, en su misma tierra, ni Calderón ni Beltrones ni nadie de ningún partido les ha asegurado un futuro seguro, ni siquiera un presente cierto... en fin: si para politizar el asunto somos más fregones que la tzingada… (es cuanto, je).

Y, bueno, ¿qué pasó con el asunto de los perros?, preguntará usted, pavloniano lector. Pues nada del otro mundo. Sólo que mi prima llegó toda espantada anteayer por la tarde a la casa de doña Olga, mi amá, pues, acarreando dos docenas de perros en su carro chueco nuevecito, y le dijo a su señora tía (¿ya les dije que también es la mi progenitora, para aquellos que requieran saber el dato?) que iba rumbo a Nogales, lugar de donde es un queridito que tiene, a pasar unos días mientras se enfriaba el tema contra los pobres canecitos que le han formalizado en el barrio por crueldad animal. “Y es que los perros sin cola no pueden venderse caros”, dijo en un desliz de honestidad a lo denpejo. ¡A qué la!

Yo, así como que de perros no sé mucho, además de los tránsitos que se ocultan genialmente tras lo oscurito la noche de los sábados para guardar el orden como debe de ser, mjú, pero me imagino que cortarle la cola y despuntarle las orejas a los cánidos es algo cruel que le provoca sufrimiento a esos hijos de perra. Y eso se hace dizque para que los animales se vean bonitos. A ver: que le corten un pedazo de panza a la Oyuki para que se vea bonita (digo: ya lleva dos lipos y nada, pero eso no cuenta como cortadas, eh) y que le rebajen el trasero para que no le digan lo que le dicen los fulanos en la calle, como el otro día… les apuesto que no va a dejarse porque me imagino que ha de doler mucho, pues…

Y es que, nos guste o no, el sufrimiento limita nuestras expectativas futuras o las suprime dolorosamente. Se vincula con la pretensión de poseer por completo algo que está sujeto al cambio, que es la forma más general de ser de todos los objetos y fenómenos. Reduce nuestra capacidad de obrar y, en situaciones extremas, se impone con tal fuerza que nos oprime el corazón y nos produce una feroz cerrazón en la garganta.

Algunas religiones han juzgado que el dolor es un castigo que infligen los dioses, análogo al castigo que el padre inflige al hijo. En contraste con esta perspectiva, es posible pensar que el sufrimiento no es un desvío en la fluida autopista del placer sino su contra cara, y en el contexto de la filosofía china, el tandem placer-dolor constituye un juego de opuestos más de los que rigen la armonía de todo lo existente.

Día y noche, femenino y masculino, macho y hembra, frío y caliente, placer y dolor. Sufrimos porque hemos gozado. No como castigo por haber gozado. Si hemos de gozar, tendremos que saber que estaremos más expuestos al sufrimiento. Lao-Tzé lo dijo así: "Sólo reconocemos el mal por comparación con el bien". Y Platón en el Fedón: "¡Qué extraña cosa, amigos, parece ser eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán admirablemente está relacionado por naturaleza con lo que parece ser su contrario, el dolor! No quieren presentarse los dos juntos en el hombre, pero si alguien posee uno de ellos, casi siempre está obligado a poseer también el otro, como si estuvieran atados por una sola cabeza, a pesar de ser dos".

Frente a esta perspectiva, algunas filosofías -entre ellas la de los estoicos más radicales- razonaron: "Si el placer suele venir de la mano del dolor, extirpémoslo como si se tratara de un cáncer. Si no gozamos, tampoco sufriremos". Filósofos menos drásticos encontraron que esa actitud, lejos de ser prudente, es propia de insensibles…

Bueno, ya empecé a agarrar monte: el caso es que yo digo que la Oyuki si quiere tener criadero, que afronte las consecuencias, pero que entienda que los perritos tienen eso que les falta a un montón de políticos y aduanles del aeropuerto: sentimientos… sin necesidad siquiera de tocar el tema de la discriminación y de formalizar la ilegalidad en Arizona, que ya desde aquí se ha industrializado la ilegalidad migratoria… pero eso es hueso para otros perros… ¡Mjú!

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lunes, 26 de abril de 2010

Parece que se ha muerto, pero no es cierto...

La historia siempre ser benigna con él: ¿cómo ser ingrato con quien en su momento llevó sobre sus hombros la representación de todo nuestro pueblo mexicano? Pero sí, si fuimos ingratos, porque ni siquiera nos acordamos de su muerte, acaecida en 1993; es decir, el pasado 20 de abril cumplió la friolera de 17 años de haberse quedado tieso y quietecito, pues la parca, disfrazada de cáncer pulmonar, estableció un duelo de cantinflazos con Mario Moreno Reyes, del cual "Cantinflas" habría de salir perdiendo: a las 21:25 horas falleció, y en ese preciso momento se abrieron las compuertas de la leyenda, que inundó a raudales millones de hogares, dando paso a un fenómeno inusitado: el fervor de un pueblo huérfano de figuras hermanables se derramó en torno de los lugares donde fue velado el cadáver del hombre, en especial en el Palacio de las Bellas Artes, donde desfilaron cerca de 90,000 mil personas para hacer patente su pena —consciente o manipulada, pero pena al fin— frente al féretro que imponía su majestuosidad entre tanto ciudadano vestido con ropas modestas y con el cansancio reflejado en el andar después de hacer cola durante más de tres horas, soportando los aguaceros de enajenación que Televisa dejó caer sobre el antiguo dolor de una tristeza conocida.

Ver aquellas colas enormes resultaba un tanto inexplicable, sobre todo para quienes no conocieron la trayectoria artística y personal de Mario Moreno "Cantinflas".

De su persona se encargó "el canal de las estrellas" —como h seguido encargándose de recibir las regalías— en abundantes espacios televisivos, que generaron la sospecha de los escépticos: que fue un hombre íntegro, intachable, un filántropo que se ganaba el cariño de quien tenía la suerte de tratarlo o solicitarle su ayuda, y de que fue un hombre enamorado para siempre de su única esposa, Valentina Suboreff, fallecida en 1965. Al respecto, los mismos escépticos se cuestionaban acerca de la demanda que no hace muchos meses le ganó una mujer texana, que reclamó una pensión por haber vivido como pareja con "Cantinflas", o las innumerables voces que señalaron el eterno amasiato sostenido entre Mario Moreno y la entonces guapísima Irán Eory. Pero, "pelillos a la mar", como decía Don Joaquín Pardavé en "Ahí está el detalle" (1940): lo anterior sólo demuestra que "Cantinflas" también tuvo su lado muy humano, dirían los jilguerillos de la fama.

Y es que hay momentos verdaderamente momentáneos. Lo más difícil de explicar es el impacto de "Cantinflas" como actor. Para ello, hay que contextualizar al personaje de Mario Moreno en la picaresca de hace cerca de 70 años: Difícil enmarcar al "peladito" tratando de toparse con la fortuna en las calles de la ciudad de México de los primeros años de la década del cuarenta, cuando las calles se animan de día y de noche. Se vive las 24 horas del día mientras por tierra, mar y aire llegan a diario refugiados de todo el mundo, los más con dinero, huyendo de las garras de la guerra.

Mujeres de todas las profesiones vienen a vivir, unas cantan, otras bailan, rubias y morenas, jóvenes unas, maduras otras, todas son hermosas y todas ríen. Un rey, un príncipe, una marquesa, condes, aventureros, homosexuales. Hay hijos de ricos extranjeros, que con el poder del dinero han logrado escapar al servicio de las armas en sus países de origen. La ciudad dormida ayer, ya no duerme más.

En ese contexto emerge Mario Moreno, acompañado de Estanislao Shilinsky Bachanska, cerca de la familia Suboreff. Subsiste un cierto tipo de imagen urbana: la que recrea el barrio, el tugurio, la vecindad, como si estos ámbitos fueran los que mostraran la ciudad esencial.

En el cine de barrio, la ciudad deviene un protagonista de primera línea. Se trata, entonces, de islas dentro de ese ambiente de progreso, islas que, por contraste, significan lo añejo, los viejos modos, la pobreza. Los caracteriza un vocabulario propio que el cine reproduce como un medio de acercamiento al espectador. Y "Cantinflas" ya había hecho suyo el estilo de "decir mucho sin decir nada", propio de pueblos ancestralmente sometidos; estilo que esconde la rebeldía en un plano de confusión que otorga una satisfacción meramente personal y momentánea.

Por otro lado, las películas reflejan el espíritu de la gran juerga como paliativo para los que llegan huyendo de la gran conflagración que amenaza con extenderse a todo el mundo. Pero en México la guerra no se siente…

Hacia 1945, "Cantinflas" filma "Un día con el diablo", donde casualmente "el enemigo" tiene rasgos orientales. En ese mismo año terminó la guerra, y el mundo de fulgores y de lujos de la ciudad de México entró a otra situación: se fue el rey Karol de Rumania y se llevó sus perros. Príncipes y marquesas volvían a sus países a averiguar qué quedaba de lo que habían dejado al partir. Los homosexuales hicieron sus maletas con sus llamativas ropas de colores bugambilia y "rosa mexicano". Se fueron también casi todas las 400 rubias venidas de otros mundos que formaron los centros de baile de los 100 centros nocturnos que alimentó el estado de ánimo surgido con la guerra. Algunas de las chicas se quedaron: unas para trabajar en el cine, otras como amantes o esposas de políticos mestizos que creyeron liberarse de sus complejos acariciando una cabellera blonda; los anuncios luminosos dejaron de brillar.

Para algunos sectores sociales fueron años de dinero y de vida nocturna. En la prensa se destaca lo que hace la gente de las clases altas y del espectáculo. En gran medida, la industria del cine cumple esta labor de glamorización, al proveer de un ambiente sofisticado de luces y brillos. La ciudad goza los referentes del astro o la estrella que iluminan imaginaciones. Sin embargo, el público más adicto al cine mexicano es el popular y de clase media, pequeña burguesía incluida, que no participan del refinamiento cosmopolita, sino del barrio y la vecindad, el que quedaba fuera de las luces, viendo desde atrás de la barrera del dinero, el desarrollo de tanto progreso.

A esas alturas, "Cantinflas", con una veintena de películas en su haber, es considerado el personaje del pueblo: él es el barrio, la cantina, el dolor, la esperanza que enreda a la tristeza en un lenguaje que anuda y ahorca a cada palabra hasta estallar en una carcajada que se nutre de la impotencia, la desesperación y la burla.

El cine construye, a su modo y con su lenguaje, una imagen de la ciudad y del país que tiene que ver con la realidad, pero también con la imaginación. Se trata de una construcción paralela que pasa a formar parte de la cultura nacional. Se trata de un momento clave para el cine mexicano. Son los años dorados, cuando se conoce a México en toda Latinoamérica, cuando los tipos y los rostros recorren el mundo de habla española a través de los circuitos de la exhibición. El cine mexicano busca diversificar sus mercados ofreciéndoles nuevos ambientes y nuevas historias. Se considera que el cine de charros y chinas debe dar paso a otros temas. Se filman historias de la literatura universal y se descubre la ciudad como escenario y tema para producir cintas de éxito.

"Cantinflas" es parte fundamental de esa nueva actitud del cine mexicano, en la que sufre y ríe, sino que vive, y está consciente de sí mismo como persona y personaje de una trama donde el futuro de la gran urbe (o gran nación) además de oscuro es desolador.

Y llegó la muerte sobre la muerte: mucho se ha discutido que "Cantinflas" murió al empezar la década del sesenta, con "El analfabeto", su cinta número 35. Después de esta película, la figura del actor se adecuó más a papeles moralizantes, con escenas gastadas, faltas de espontaneidad, con un Mario Moreno avejentado, rebasado por un personaje que la mitología de las barriadas ha hecho suyo acaso para siempre.

Por ello la historia siempre será benigna con Mario Moreno Reyes, y nunca faltarán los trashumantes de la fama que eventualmente aparecerán en la pantalla de televisión para colgarse del jirón de gabardina que bamboleaba ostentosa en el hombro izquierdo de "Cantinflas" para decir pluscuamperfecto y en pose para la cámara tres: "Sí, yo lo conocí, fui muy amigo de él... me duele tanto su muerte..."

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domingo, 25 de abril de 2010

Los domingos, pan y circo...

Dicen que los domingos son como un pedacito de dios y un mucho de futbol...

PAN y circo, pues, como en la vieja Roma, tan católica como el nuevo Telemax, la casa de todos...

Dicen los expertos que es común escuchar a las personas lamentarse sobre la depresión que sufren los días domingos; y hasta existen estadísticas que corroboran esta afirmación, registrando un aumento en la cantidad de suicidios.

Y añaden que aunque Dios (bueno: se entiende que los expertos creen en Dios, por eso son expertos, digo yo) haya creado el mundo en seis días y el séptimo descansó, pocos seres humanos pueden descansar los días domingos.

Parecería que cada vez más gente prefiere seguir trabajando como lo hace habitualmente, sin parar, o bien planificar un día de descanso, con un esquema de actividades agotador.

Existen razones para que a muchos, un día sin hacer nada los pueda llegar a deprimir.

Durante la semana, la mayoría desarrolla una febril actividad que apenas le deja tiempo para sentarse a comer tranquilo.

Los niños no son una excepción porque también tienen sus días ocupados con una gran variedad de actividades, además de ir a la escuela.

Y los ancianos que todavía pueden caminar y salir, tampoco tienen en sus agendas espacio para el descanso.

Así es como toda la sociedad comparte el mismo ritmo de acción que es lo que se necesita para crear un condicionamiento.

De manera que la actividad febril se convierte en un hábito para algunos y hasta en una adicción para otros.

Y si hay alguien que se queda sin hacer nada se pueden llegar a sentir culpable por perder el tiempo, ya que el ocio, que es lo contrario del negocio, está devaluado y subestimado.

Sin embargo, nuestro cuerpo y mente necesitan relajarse alguna vez, para distraerse de la actividad cotidiana.

La depresión del domingo se suele relacionar con la soledad que se puede llegar a sentir en las grandes ciudades, y sentirse solo puede significar un motivo para caer en una depresión bien gacha.

Pero existe un modo de estar en soledad que es diferente, que no nos hace añorar la compañía, que nos permite la libertad de no hacer nada o simplemente disfrutar de aquello que nos gusta.

Para no necesitar en forma imperiosa a otro, es importante estar bien con uno mismo, porque cuando hay un conflicto interno se hace más acuciante la soledad, cuando la conciencia intenta buscar el equilibrio y nos exige enfrentar las cuestiones pendientes.

El problema del domingo es que nos obliga a reflexionar sobre nuestras constantes contradicciones. Pensar una cosa, decir otra y hacer otra totalmente diferente.

Aunque pensar en los problemas no es lo más recomendable, es lo que hacemos por lo general, en lugar de aprender a vivir con los problemas y a resolver las cosas cuando suceden.

Tener conciencia del momento presente no es cosa fácil para una personalidad depresiva, porque su tendencia es añorar el pasado y preocuparse por el futuro, dejando de lado el aquí y ahora que es eterno.

El domingo puede llegar a ser el día perfecto para empezar algo nuevo y deberíamos atrevernos a vivirlo sin miedo a la soledad.

Solamente solos con nosotros mismos podemos tomar conciencia de que nuestro bienestar sólo depende de nuestros pensamientos; y que podemos aprender a disfrutar plenamente la tranquilidad que nos brinda la seguridad de saber que nunca estamos solos.

Eso dicen los expertos.

Aunque nunca nos dicen que la realidad es bien ca’ona, que nos trae con el collar bien apretado, como si fuéramos perros, y que además nos endulza la vida con las declaraciones del ingenuo de Calderón, que van (el hombre y sus declaraciones, ciertamente) de mal en peor…

Pese a que nos recomiendan vivir totalmente el aquí y el ahora, el presente, pues, los expertos no nos dicen que nuestra realidad se finca hondamente en el pasado y en el futuro (digan si no: los medios todos y todititos nos traen bien atontados con la celebración del falso bicentenario de la independencia nacional y un más falso centenario de la revolución que ni siquiera ha terminado de instalarse como algo que realmente revolucionó la realidad mexicana; es decir: que volvamos la vista al pasado para no perdernos en nuestro presente, y que también nos perdamos en el futuro incierto: “Faltan sabe cuántos días para el Mundial…” como si ese fuera todo el futuro que nos espera…)

Y ya que vemos bien todo, tal vez ese sea el único futuro que nos espera, porque es como el largo brazo de nuestro presente tan convertido en comedia: PAN y circo…

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viernes, 23 de abril de 2010

Y todo por un colibrí...

Pues hoy se celebra el Día Internacional del Libro (y de los Derechos de Autor), y qué mejor que celebrarlo con esta hermosa canción de Alejandro García, Virulo, pues.

Que la disfruten.

(Pero hay que pedirle permiso al Silvio para que nos deje escuchar esta canción, así que hay que ir hasta abajo y pausar al Rodríguez... por mientras... ah... y no respondo por la ortografía en los subtítulos: así estaban cuando yo llegué...)

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No hay pretexto para no adelgazar, Oyuki…

“Yo sé que tú tienes una obsesión enfermiza por las flacas”, me dijo mi prima Oyuki ayer, luego luego que contesté el teléfono, al filo del mediodía, creo que después de que ella terminó de leer la columna que apareciera en la edición del jueves en el diario de mayor circulación en el Cumito (ja: llegan como 30 ejemplares) y donde dice que la balconeo desgraciadamente, me señaló casi llorando (yo la imaginé comiéndose una dona de esas que tienen como chispas de chocolate con una malteada de fresa).

“Como la Araceli está bien flaca, ¿no? —me dijo casi envenenándose ella misma con su ponzoña—, pero sabías que si los maniquíes de las tiendas fueran mujeres reales, serían demasiado delgadas como para menstruar, pendejito, y que hay 3,000 millones de mujeres que no tienen cuerpo de supermodelos, y solamente 8 millones que sí lo tienen, y que Marilyn Monroe usaba talla 11 y que traía locos hasta a los presidentes, y que si Barbie fuera una mujer real, sus proporciones la obligarían a caminar a gatas porque sus piernas no podrían mantenerla de pie, y que la mujer promedio pesa unos 65 k y usa tallas entre 9 y 11, y que una de cada cuatro universitarias sufre desórdenes de alimentación”, agregó casi indignada (la imaginé leyendo esos datos de una revista de frivolidades y con la comisura de los labios manchada de chocolate… y es que es tan difícil comerse la dona de un bocado).

“Ah, qué Oyuki —pensé myself—: primero que nada, todas las obsesiones son enfermizas; segundo que nada, no tengo obsesión por las flacas, y tercero que nada, la gordura es una ilusión, como el calor, pero que han tratado de aprovechar las autoridades federales para imponer sus imbéciles programas de salud, ligados sin decirlo a la miseria en más de un sentido que arrasa al país… al fin y al cabos que dentro de cien años todos estaremos flacos, casi puede decirse en los puros huesos… ¿no?”, y luego imaginé a mi prima querida pidiendo otra dona para acabarse la malteada, porque tampoco se trata de andar tirando los alimentos… ¡No, señor!

Pues el caso es que dicen los expertos que en nuestro país padecemos una epidemia de obesidad que contrasta diametralmente con la realidad mexicana, que está más flaca que la Thalía y más débil que los propósitos de año nuevo. De todos los años nuevo, por cierto, entre los que resalta siempre el deseo de perder unos diez kilos antes de la llegada del verano, por aquello de que se abra la posibilidad de ir a Kino o a Peñasco y poderse poner el viejo traje de baño de rayitas ridículas y no morir en el intento.

“La obesidad es una enfermedad”, dicen los redentores quemagrasa a todas horas en sus estúpidos informerciales, luciendo unos lavaderos en las costillas que ya quisiera uno para una noche de copas, una noche loca.

Yo no sé qué piense la Oyuki, pero después de su llamada me dediqué a investigar entre la literatura mundial sobre el tema de la gordura, la flacura y la vida de los primates en el sur de Timbuctú, y encontré que las opciones para bajar de peso son varias, pero hay sólo una que, sin dudas, es la más placentera: perder kilos haciendo el amor, porque cada movimiento es un ataque al sobrepeso y un estímulo para el autoestima y el placer. ¡Órale!, díjeme: de aquí soy, y en seguida tomé nota para compartirla con todos aquellos que quieren tumbarse unos gramos de humanidad o los que quieren disfrutar de un postrecito en forma de la cochambrosidad que se les ocurra.

Dicen, pues, que la dieta del sexo lleva tiempo y trabajo. Hay que recordar números, saber el peso al que uno quiere llegar, respetar las tres comidas más importantes del día y, sobre todo, estar dispuesto a disfrutarla.

Cualquier plan de pérdida de peso sostiene que el desayuno es la comida más importante para empezar bien el día. Y, bueno, empecemos por el desayuno: nada de tocinos y asquerosidades de esas, eh:

En la cama, dependiendo de la intensidad con que quiera despertarse, ya se puede comenzar la cuenta regresiva de las calorías. Un beso suave, por ejemplo, consume 10 calorías y puede estar perfectamente combinado con algunas caricias, que queman 15 calorías, y abrazos y movimientos para desperezarse en la cama, que pueden eliminar hasta 20 calorías. Si un miembro de la pareja le quita la ropa a su compañero, podrá eliminar 25 calorías.

La ducha matinal, imprescindible aún con el tandeo, puede ir de las 133 a las 500 en función de la intensidad. No es cuestión de repasar sólo las espaldas con la esponja. Se puede ir más allá enjabonándose: no sólo lo imagine, amigo lector, hágalo. Es conveniente recordar que una postura de pie supone 400 calorías quemadas. Si hace la cuenta, ya desde la mañana puede deshacerse de entre 200 y 500 calorías y comenzar el día con una sonrisa que, si se descuida, puede degollarlo.

El sistema, claro, le ofrece una lista de cantidad de calorías que quema con cada movimiento pero, no haga trampas, eso solo no alcanza si no se acompaña con una alimentación adecuada.

Antes de almorzar siempre es aconsejable realizar un ligero aperitivo. Lo más recomendable es un surtido especial de juegos con las manos (4 calorías), mordisquitos (14), chupeteos (40), besos normales (10) y otros más pasionales (18). Con esta sesión, los amantes o los esposos, yo qué sé, están preparados para degustar la comida más fuerte del día. Cuanto más y mejor almuercen, más quemarán: de 700 a 1,000 calorías.

Es imprescindible no saltarse ni un plato y saborearlos todos. Para que cada plato entre por los ojos, hay que preparar el ambiente. La luz debe ser indirecta y, la cama, mejor si está mullidita. En cuanto a la música, lo ideal es que dure como mínimo unos 90 minutos (allí descuente entre 42 a 50 calorías) pero no más de tres horas: más de eso, se considera orgía… mmmm…

Como entrada, lo ideal es algo suave como ir quitándose la ropa (12 calorías) y regalarse muchos mimos superiores (20) e inferiores (45). Los intermedios también cuentan, pero sólo de pensarlo se me borraron los números, se los juro.

De primer plato, nada mejor que la tradicional postura del misionero (240), tan típica como una ensalada. Y de segundo, los amantes pueden elegir entre las demás posturas del Kamasutra (de 250 a 400 calorías) la que mejor les siente. Más que nada porque la dieta debe ser variada y la rutina aburre.

Los postres, de crema o mermelada, se toman directamente del cuerpo de la pareja (160).

Los que a media tarde sientan un poco de hambre pero no quieran llenarse demasiado en previsión para la cena, pueden simplemente susurrar a la oreja del compañero (siete calorías), pero una fantasía erótica completa contada el uno al otro y sin perder un solo detalle puede quemar 130 como mínimo.

La cena debe ser ligera pero intensa. No hay porqué tomarla antes de ir a la cama si se puede disfrutar directamente entre las sábanas. Las delicias nocturnas pueden ir desde el strip-tease (60 calorías) a regalarse mutuas caricias (de 70 a 90). Luego, la postura que no se haya probado al mediodía es ideal para ponerla en práctica por la noche (de 250 a 400 calorías).

Es necesario recordar que en cada plato se pueden quemar otras siete calorías al colocar el preservativo. Algo imprescindible para la buena salud y marcha del régimen y evitar sobresaltos con cara de culpabilidad.

En cuanto a los caprichitos, son como la tentación. Se puede evitar todo menos caer en ella. En la época estival, la pareja puede darse un pequeño homenaje al retozar en la playa (320 calorías) o darse un romántico baño nocturno (260).

Como se ve: no hay pretexto para no rebajar. Aunque es menester tener pareja dispuesta, porque esta dieta no funciona mucho en la soledad, pues aunque se queman muchas calorías, también es cierto que se gana masa muscular en el brazo que más se utilice en la mecánica cuántica del onanismo. Fuera de eso, también hay una cierta felicidad en las reflexiones solitarias… digamos que uno pasa por filósofo.

Y de vuelta con la Oyuki, nomás alcancé a decirle: “Ira, prima, para que ya haya tierrita volada, ¿qué te parece si el sábado hacemos una carne asada…?”, a lo que de inmediato me respondió que sí, que bueno, que ella ponía los frijoles de fiesta con mucha manteca, las tortillas de harina y el queso asadero porque se andaba muriendo por una docena de quesadillas… Y ya ven qué tan fácil es convivir entre parientes sin llegar a las tragedias…

¡Qué bonita es la familia, en serio, sobre todo cuando la gordura es nada más una circunstancia pasajera, un adjetivo que se puede borrar sin más ni más! Bien dice Juanga: “Pero ¿qué necesidad, para qué tantos problemas...?"

Pero para no quedarse con la roña, la inchi Oyuki terminó el diálogo con estas aladas palabras: "¿Y tú qué, cerdo, cuándo empiezas a adelgazar, eh...? y me imagino que lo tendrás que hacer con esos aparatos idiotas que te venden en la tele, no, porque se me hace que ya no hay cataclismos en tu dieta", y luego la muy ca'ona se soltó riendo... se los juro que hasta me dieron ganas de vomitar...

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jueves, 22 de abril de 2010

Si no quieres que te digan gorda…

El otro día llegó mi prima Oyuki a la casa de Doña Olga —mi madre, bohemios, y favor de no raspar los muebles, aunque ya sabemos que para eso son—, llorando como una verdadera Magdalena porque unos pelafustanes le había gritado en la calle “Adiós, gorda”, provocando que se le cayera de puro coraje el coctel de elote —doble, tía… ¡doble! — que se venía comiendo muy oronda. Y mi madre, que en eso del tacto tiene la sensibilidad de un tractor John Deere con rastra de 14 platillos cruzados, le dio un sorbo a su café con dos de azúcar, se acomodó los lentes, se le quedó viendo a mi prima como si fuera una nubecita de algodón de feria pueblerina y le dijo así, sin anestesia: “¿Y qué querías que te dijeran… ‘Adiós, Barbie…’ si estás hecha una verdadera albóndiga: si hasta pareces estatua de Botero…” (acá entre nos, yo creo que esto último yo lo inventé porque no creo que mi amá tenga la más mínima idea de quién es el Botero de marras).

Después, la Olga —la de Santa Rosalía de Ures, si hasta nombre de diosa de la cumbia tiene mi mamá— le dio otro sorbo al café, le pegó un mordisco a un trozo de pan que encontró mal acomodado por ahí (como todos los panes, que nomás estorban, ja), le tiró una patada a la perrita Franch que este gentil animalón que soy, que siempre he sido, le regaló, le dio vuelta a la página del diario y, como sin fijarse mucho, siguió con su discurso para la Oyuki: “Mira, pinchi Oyuki —le dijo en ese lenguaje tierno y feliz que tienen las tías que ya están más allá del bien y del mal—, si no quieres que te digan gorda, pues no estés gorda… o si quieres estar gorda, pues que te valga máuser (en realidad, doña Olga dijo aquí una palabrota que empieza con V y termina con A, y que no pondré aquí porque me ruborizo… y sepan ustedes que para que yo me ruborice, se tienen que alinear los planetas y el sol se debe inclinar 34 grados gay lussac a su izquierda, tratando ciertamente de no caer en un perredismo obsoleto, que lo hay, ni en una actitud de rebeldía telenovelera como la presunta huelga de hambre de Bárbara Gutiérrez y Rosa Alejandra Gámez Rivas, quienes han recurrido al método extremo de quitarse kilos como para ponerle el ejemplo a la Oyuki, en fin).

Como mi mamá es una cruza de ángel de la guarda y de Libertad Lamarque en su celebrada interpretación en la película “Píntame angelitos negros”, con Pedro Infante, me llamó a la mesa para tomar café e intervenir en la charla, y que le contara a la Oyuki la historia de mi amigo Cástulo, mundialmente desconocido, menos en el barrio de La Laguna, allá en el Navojoa de mis polvorientos recuerdos. Y sí, como yo soy más obediente que un perro labrador, ahí me tienen contándole a mi prima la historia de este canijo, con pelos y señales y leperadas mil, que es lo que hace que mi prima se relaje y le entre con fe a lo que vea cocinado, incluyendo a veces el trapito de bajar la olla, que ya en tres ocasiones los ha despachado.

Mira, Oyuki —le dije con ese tonito de sa-cerdo-te que a veces traigo—­, yo tengo un amigo sincero, que es precisamente de donde crece la palma. Se llama Cástulo (que en el dialecto mayo quiere decir: “Hombre de carrizo amarillo y silbido agudo”), pero siempre le hemos dicho Joselito porque de niño era flaco y cabezón, como el españolito aquel que a finales de los sesentas entonaba unas canciones bastante cursis con su voz de pito y que cuando salía en Siempre en Domingo nos parecía que se iba a derrumbar como las Torres Gemelas porque imaginábamos que su cuerpo esquelético no iba a poder sostener el tremendo peso de aquella mole de piedra que traía sobre los hombros, y que más que cabeza se parecía al Peñón de Gibraltar, que entonces pertenecía a España, casualmente. No cabe duda: Qué imaginación tan uuuulera tienen los niños. En serio.

El caso es que una vez, a mitad de una borrachera escandalosa —díjele a mi cosanguínea—, el Cástulo me confesó, poniendo la cara de angelito que no se acabara un plato de menudo: “¿Sabes?: Yo era un tipo amargado y triste porque tenía 29 kilos de sobrepeso. Y sufría mucho. Tú sabes: El colesterol y la fatiga; la taquicardia y los sofocos; la reducción del apetito sexual y las broncas con la vieja ninfómana que tengo; la discriminación a la hora de jugar basquetbol y todas esas manifestaciones negativas que hacen de los gorditos unos seres incomprendidos siempre al borde de la crisis. Así era yo”, dijo mi amigo antes de empinarse la treceava lata de cerveza de la tarde para después ir a servirse una orden de tacos más generosos que los que sirven en Tacos Piña’s, que es algo así como el paraíso de los feligreses de la carne asada y las papas rellenas: “Hartémonos, mi bien, en este mundo, donde lágrimas tantas se derraman...”

Yo, que tengo mirada de balanza romana, le calculé a aquel hombre de carrizo amarillo y silbido agudo una estatura de 1.75 metros; un peso corporal de 115 kilos, y una intoxicación alcohólica digna de la primera plana de El Imparcial. Es decir, mi amigo sincero de donde crece la palma traía, a esas alturas de la borrachera, un sobrepeso de alrededor de 40 kilos. Ni otorgándole el beneficio de ser pesado con una balanza de changarrero, de esas que dan 800 gramos por kilo, se salvaba aquel hombre de un sobrepeso salvaje.

Podría decirse que el Cástulo, esa tarde de cheves, esa tarde loca, andaba en el borde infeliz del soponcio, pero no se le veía triste. Nada triste. Por el contrario, mi amigo sincero de donde crece la palma podría recitar el célebre poema “El más feliz de los chorritos”, aquel que comienza con el alimenticio verso “Eres el tomate de mi más tierno hotdog”, y ganarse un Óscar sólo por decirlo. Así de contento se veía. Ni Sabines y el Abigael juntos lo igualaban.

“Oye, ¿y qué pasó con aquello de que los gorditos son unos seres incomprendidos y todo lo demás?”, le solté a boca de jarro. “Ah —respondió como si acabara de descubrir la tibieza del hilo negro—, lo que pasa es que no hace mucho mi vieja me regaló un libro: “Lípido y libido, los siameses se reúnen” (Walters, Richard. Diana Editorial, México, 1998), que ha cambiado totalmente mi vida —dijo estirando el brazo derecho y describiendo un arco frente a él como si fuera Pedro Infante (¿otra vez?) cantando Cien años, y después agregó—: Con decirte que a veces nos echamos hasta diez repasones a la semana. Mjú”, dijo muy fachoso el Cástulo, con una sonrisa que ahora me parecía grasienta y soez, pero feliz. Ni modo.

Después me detalló los capítulos de aquel fabuloso libro en el que ni le recomiendan dietas maravillosas ni le dicen que bajará los kilos que le dé la gana sin recuperarlos jamás. No. Simplemente el libro señala, con un lenguaje científico y claro, cosa no es muy común en estos días, que no hay mejor manera de perder peso que simple y sencillamente subirse al guayabo. Y entre más veces, mejor.

“Nada de dietas pendejas ni utilizar aparatos ridículos que más parece que te van a dejar inválido que a ayudarte a adelgazar. No, señor —subrayó mi amigo sincero—: la cosa más fácil para mantenerte como quieras y además conservar la estabilidad matrimonial es empericarte cada vez que tus feromonas se disfracen de Tarzán y que la Yéin esté dispuesta a recibir al gorilón amoroso que se viene liana por liana hasta el centro de aquellito, sin puñal, por supuesto, para no perjudicar la ocasión”, añadió con la lata catorce en la mano aquel ser redondo salido de la imaginación de Edgar Rice Burroughs.

“A mí me salvó aquel libro —dijo el Cástulo—: Me salvó del hartazgo que me producen todos esos anuncios imbéciles de individuos que creen que te están haciendo un favor con decirte que si utilizas tal aparato o sigues determinada dieta o lees equis recetario vas a bajar de peso, el abdomen se te va a poner como lavadero y las chicas te van a seguir como si fueran cochis tras el zoquete. Nada de eso. Si la gordura no es gratuita. Uno le invierte mucho dinero y gran parte de la vida en ir redondeando la panza y el trasero. Y luego vienen estos tarados a decirte que las estadísticas dicen que los gorditos vivimos menos. Pues viviremos menos, pero nos divertimos más. Y si aplicamos lo que dice el libro del lípido y el libido, pues ¡chúpale, pichón!”, mencionó y después se fue por otra orden de tacos. A lo lejos, me pareció que se estaba convirtiendo en Tarzán. Sería que como ya estaba oscureciendo... (Fin de la historia del Cástulo).

- ¿O sea —preguntó la Oyuki— entonces que me valga máuser si me dicen gorda?

- Sí —respondió Doña Olga, ya sin café y bostezando de sueño pero más de enfado—, que te valga vela —(así le había dicho la primera vez… no sé qué entenderían ustedes, mal pensados, eh…).

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miércoles, 21 de abril de 2010

La tarde de un sábado cualquiera…

¿Se acuerdan de mi primo el Chato Peralta, aquél ca’ón que fue abandonado por su mujer, quien se fue detrás de un repartidor de las Sabritas, al que después dejó por un repartidor de la Cocacola, y según me he enterado recientemente, ha dejado tirado por un repartidor del Súper del Norte, ahora que ha ganado tanto vuelo con el programa Despierta Sonora (que por cierto es un vocativo y que necesariamente, aún en contra de toda ignorancia telemaxera, tendría que llevar una coma entre despierta y Sonora porque de que es un vocativo, es un vocativo)? Eso si es amor a los logos de carros, diría un diseñador de El Imparcial con un mohín de desprecio barriobajero. O sea, hay niveles… hellooo…

Pues resulta que el otro día, estando en la casa, se me ocurrió regalarle un libro (“Invención de Arena”, autoría de quien esto escribe, un poemario taaaaaan bonito y taaaaaan precioso, que díjeme: “A este canijo le va a gustar y quien quite y hasta se le quite un poquito lo bruto, lo salvaje y lo silvestrón”), pero hete ahí que el susodicho primo me respondió con una lógica fincada en lo más profundo del jardín central de nuestro regionalismo equino: “No, gracias, wey, ya tengo un libro en la casa, y el otro sí tiene monitos”, señaló con desdén después de hojear groseramente la obra, limpiarse con el dorso de la mano derecha la comisura de los labios y empinarse de nuevo la caguama. (Ah, ¿no les había dicho que estábamos celebrando que era sábado ese día? Sorry: estábamos, como dicen en la expogan, pistiando para capotear la mucho calor). Así fue.

“Pero, Chato —le dije al indiciado, no seas pendejo, puedes tener más de un libro en tu casa. Los libros son maravillos porque en el mundo del libro y de la lectura cabemos todos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, solteros y casados. Porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su carga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados. Y es que la imaginación es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa porque está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la literatura…” (Luego le eché un trago largo largo a la caguama… a mi caguama, se entiende, no a la de él, que ya estaba toda babeada).

Luego seguí con mi rollo filosófico barato y en abonos pequeñitos de que todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el amor nos toca con su fragancia primaveral, aún en la mitad más congelante y salvaje del invierno. “A ver —le pregunté, tratando de pescarlo en tira y tira—: ¿a poco nunca le has escrito un poema a una dama o a una vaca o a una gallinita, o leído al menos una línea apasionada por esos ojos que nos miran desde el otro lado del salón y que nos prometen curar nuestras heridas del corazón con los besos más tiernos que hayan existido en la historia? (Trago a la caguama, pero no me respondió nada: nomás se me quedó viendo como si yo fuera el chupacabras).

Y yo seguí raspando los muebles con eso de que todos estamos habitados por el Dios de las maravillas, el que nos convierte en individuos sensibles y sociables, susceptibles al dolor y a la felicidad, pues somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad silvestre a flor de piel, y en esos momentos es cuando los libros adquieren una relevante presencia, pues nos ayudan a afinar no sólo la vocación literaria, sino que nos ayudan a ser mejores ciudadanos del mundo porque nos permiten encausar y elevar la voluntad y talento, nutrir el intelecto y el espíritu con letras ya que el carácter es vital para seguir andando la vida. Y nos permiten discernir entre lo poco bueno que hay en el mundo y lo mucho malo que zumba a nuestro alrededor como abejas en la miel. La decisión sobre cuál camino tomar será siempre tuya, Chato, porque nadie debe decidir por uno, ni para bien ni para mal. (Trago a la caguama, mirada chueca, silencio a punto de perder el equilibrio: el Chato en toda su regional expresión, ni más ni menos).

Luego —después de echarme una botana de bolsita, porque la Araceli está en contra de que andemos de borrachos ahí en el patio, pervirtiendo al Alvin y las ladillas— seguí con que en los libros están en juego las vocaciones y el futuro inmediato de todos. “Puede uno equivocarse —le dije como si fuera cierto— y regresar a intentar un nuevo camino, porque de eso está hecha la vida: de la corrección constante. Es perfectamente válido. Pero quedarse para siempre en la ignorancia es como no haber vivido, es como venir a Hermosillo y no ir al Xochimilco, como dice el viejo anuncio”, y el Chato creyó que lo estaba invitando a comer carne asada: Ja, ni que fuera dios. Ni siquiera me invitan a mí, mmmm…

Luego seguí con que las vocaciones no se cultivan por decreto: es necesario que haya un mínimo interés por aprender, escuchar y aplicar los consejos. De otra manera, las semillas que los libros siembran generosamente tendrán como fin preguntas como ¿Para qué leer en un mundo amenazado por la guerra? ¿En una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en los noticieros de televisión? ¿Cuál es la capital de Timbuctú? ¿Cuántos caracteres se necesitan para hacer una semblanza que valga la pena? y cosas como ésas: tan pequeñas que si no las respondemos no nos cambian el mundo cualquier tarde de sábado, pero que en algunos países de África Central pueden provocar golpes de Estado.

Y no contento con abrumarlo con mis rollos etéreos, como los que Aquiles expresaba para incendiar la voluntad de los mirmidones, abrazado de su fiel y gay Patroclo, seguí con que a fin de cuentas se trata de llegar un poquito más allá cada vez, de brincar la raya de la desesperanza y asumirnos como seres vivos, con una propuesta personal, acaso solitaria, pero única e irrepetible (trago a la cagua), porque decir lo que pensamos y escribir lo que sentimos, o leer lo que otros nos dejaron como herencia para hacer nuestra su propuesta, es como dejar impresa la huella digital del alma en todo lo que hacemos y haremos hasta el último minuto de la última hora del último día de nuestra existencia.

Y como vi que el Chato no me entendía a esas horas ya casi nocturnas, díjele que los libros están por dondequiera, nos rodean como comandos armados, nos tirotean con sus múltiples verdades, nos cobran facturas, nos pagan deudas, nos hacen crecer de adentro hacia afuera, que es una forma mágica de crecer, de imaginarnos la vida.

“Ira, ca’ón —le dije—: si tuviésemos el don de regresar el tiempo e instalarnos en algún peñasco de la Grecia de hace unos 3,000 años, por ahí veríamos vagar a un anciano barbado, corpulento y ciego que responde al nombre de Homero. No Homero Simpson, no seas mamón, sino Homero Homero. Si nos fijamos bien, notaremos su andar pausado y su mascullar de palabras griegas, jónicas y eólicas, que nos describen batallas sucedidas doscientos años atrás: la Guerra de Troya…

“Homero, por si no lo recuerdas, es reconocido como el más antiguo poeta épico de Occidente, y nos dejó para deleite de filósofos, letrados, comunicadores, historiadores y repartidores de lo que sea, entre otras muchas inclinaciones profesionales, y lectores en general, sus dos más grandes obras: La Iliada y La Odisea, textos fundamentales para deshilar la historia de la antigüedad. La Iliada nos narra episodios relativos a un período inferior a dos meses, entre los héroes aqueos Menelao, Aquiles, Agamenón y Ulises, y los troyanos Héctor, Paris, Polidano y Eneas, entre otros tantos personajes…

“La Odisea, por su parte, relata las aventuras de Ulises (u Odiseo), superviviente de las guerras helénicas, en su largo y fortuito camino de retorno a Ítaca, donde lo espera su hermosa Penélope, quien no lo reconoce después de 20 años de ausencia (bueno: a veces a uno ni siquiera lo reconocen por las tardes, cuando regresa del trabajo), pero sí su hijo Telémaco y su padre, Laertes, quienes juegan el papel de celestinos para que la pareja separada por la guerra vuelva a reunirse, no sin antes desatarse una hollywoodesca orgía de sangre entre Ulises y los pretendientes de Penélope, que no eran pocos…” y no seguí más, porque justo en ese momento el Chato se derrumbó sobre su propia basca de nostalgia por la dama enamorada de los logos repartidores y se fue sumiendo en una especie como de borrachera… luego escuché el grito de la Araceli ordenándome que no fuera dejar el basurero ahí, que por favor echara al Chato a la basura y que ya me fuera dormir porque los domingos también trabajamos… y ni modo de alegarle al ampayer, amigo lector, porque eso ni se crea que viene en los libros: decírselo aquí sería como una mentira más de Calderón… ni más ni menos...
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