Trova y algo más...

domingo, 14 de octubre de 2012

Francisco Castillo Blanco: para siempre en el escudo universitario...

 
En alguno de sus no escasos poemas, Rubén Darío manifestaba una inocultable envidia hacia las piedras, debido a su incapacidad de sentir. De manera afortunada, sin embargo, no han faltado (aunque tampoco abundan, que conste) quienes han dado vida al pétreo material a través del cincel. Por medio del arte, la eternidad de la roca alcanza un grado de plenitud que burla almanaques y centurias.
 
Merecidamente o no, la humanidad es albacea de las esculturas de la Grecia clásica, las pirámides de Egipto, el Palacio de Bellas Artes o las hermosas criaturas de mármol con las que Augusto Rodin escribió su nombre cual sinónimo de genialidad.
 
Desde ese otro México que es Sur, llegó hasta Sonora un hombre que supo acercar el arte a la vida cotidiana. Francisco Castillo Blanco era su nombre.
 
Nacido en octubre de 1912 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el futuro artista tuvo que superar la desventura de la orfandad cuando la infancia seguía ocupando su cuerpo. Por aquellos años de adversidad, sin embargo, también se asomó lo que se convertiría en su gran pasión: Su anhelo de dejar huella a través del arte.
 
Consigue ingresar a la celebérrima Academia de San Carlos, nombre con el cual se conocía a la Facultad de Arquitectura y Escuela de Artes Plásticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde estudió esmeradamente con el apoyo de una beca no siempre puntual que le otorgó el gobierno de su estado.
 
Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros (los muralistas mexicanos más sobresalientes), y del ideólogo Vicente Lombardo Toledano, intelectuales todos ellos de reconocida orientación socialista e identificados con las grandes luchas de la nación, orientaron al muchacho que, lejos de hacer castillos en el aire, decidió crear una obra que fuese una especie de gigantesca habitación donde la belleza gozara de posada por siempre.
 
Fue en su tierra natal, donde Castillo Blanco imprimió las primeras huellas de su capacidad creativa, pintando los murales del Palacio de Gobierno y algunos planteles escolares.
 
Evidentemente, tuvo que demostrar sus capacidades antes de semejante tarea. Así que desde que era un estudiante supo atraer los asombros ajenos. La honestidad entre su quehacer y su pensamiento quedaron plasmados en su abierto apoyo a los estudiantes de la escuela Prevocacional de Tuxtla Gutiérrez, quienes reclamaban mejoras tanto en la alimentación como en otros rubros.
 
El maestro Castillo no solamente les brindó su apoyo de palabra, sino en los hechos: Dio posada a varios jóvenes expulsados en represalia. El artista tampoco se salvó de la reprimenda… y fue enviado a un lejano lugar de sol quemante, casi perpetuo: Sonora. Era el año de 1937.
 
Lejos de declararse en estéril rebeldía, el hombre siguió delante de la única forma (y la más noble) que sabía: creando y enseñando.
 
Generoso como él mismo, compartió secretos y gozos con varias generaciones de alumnos de la Prevocacional Número 10.
 
Si bien siempre hemos mostrado cierta reticencia al arte, el chiapaneco no cesó en su lucha por compartir con nosotros su vitalidad rodeándonos del mismo en el centro de la capital sonorense: A él debemos relieves como el de Francisco I. Madero en el parque que lleva el nombre del coahuilense; el de José María Morelos ubicado frente a la Escuela Cruz Gálvez y el que embellecía la entrada de la Centro Médico del Noroeste.
 
Minerva; escultura que representa a la mitología grecolatina,
creación del maestro Francisco Castillo Blanco.
 
Las estatuas que daban cierta elegancia al Cine Sonora (Diana y Minerva), las cuales fueron milagrosamente rescatadas de la destrucción al que la ignorancia y la estupidez pretendían arrojarlas (mismas que fueron restauradas por alumnos del propio escultor, según me contó Luis Castillo Carrillo, médico e hijo del artista).
 
Amante de la justicia y la equidad, a él también debemos el gran monumento al no menos gran mexicano Benito Juárez, mas no el que colocaron las autoridades de Sedesol tras la remodelación del espacio público, sino aquel que sostenía con firmeza las Leyes de Reforma (esas que tanto odian quienes anhelan seguir controlando a la gente a través de su verdad única, indiscutible e inalterable, so pena de infiernos y demonios). Espero y exijo que algún día vuelva al lugar que le corresponde y del que arrebataron los siervos de la oligarquía enmascarada de rectitud.
 
Su excelsitud también se aprecia sobre las pequeñas puertas que flanquean al edificio de Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora, de la cual, por cierto, también fue miembro fundador.
 
Y ni qué decir de su manera de celebrar la ya fugitiva inocencia en la escultura de Caperucita Roja en el local que albergó una estancia infantil y que ahora ocupan los estudios de Radio Universidad.
 
La heráldica también fue de su incumbencia: diseñó el escudo de nuestra alma máter y realizó el acabado del escudo de nuestro estado.
 
Francisco Castillo Blanco dejó de existir en el año de 1973. En este mes se cumple una centuria de su natalicio. Los golpes que dio su cincel equivalen a latidos de vida. Solamente hay que observar esas piedras plenas de emotivas pulsaciones.
 
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Fuente:
Manuel Ramón Valdez León. Castillo Blanco: la vida en piedra. “El Imparcial”.
 
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